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Un baile de los años 20.


Miqui Otero
Miqui OteroEscritor
¿Cuándo fue la última vez que bailaste tanto, tantísimo, que al día siguiente tenías agujetas? Bien, pues comparado con los atletas danzantes de la historia de esta ciudad, apenas moviste las caderas un minuto acodado en la barra.
Barcelona, ahí donde la veis, fue una capital de los concursos de baile de resistencia, en locales como el Gran Price, el Iris, el Olympia o el Nuevo Mundo. Torneos en los que los bailarines tenían que resistir días en danza, con alguna que otra pausa de tres minutos y supervisada en las que se les permitía afeitarse o comerse un bocadillo sin dejar de mover del todo los pies. Los concursantes, muchos de ellos extranjeros, eran profesionales que sabían hasta cómo sestear de pie y con la cabeza en el hombro de la pareja.
Leo en un artículo de Eduardo Bravo en la revista 'GQ' que justo ahora se cumple un siglo de uno de los campeonatos más míticos, celebrado en el Teatro Talía el 1 de febrero de 1925: 36 horas ininterrumpidas con 2.500 pesetas de premio a repartir entre los cuatro ganadores.
Yo me había interesado por el tema hace años gracias a uno de esos libros sobre la ciudad desconocidos, pero cruciales para entenderla: 'Barcelona balla. Dels salons aristocràtics a les sales de concerts', de Ferran Aisa (Editorial Base). Allí se cuenta que el primero se celebró en noviembre de 1924, en un 'envelat' levantado justo detrás del teatro Apolo (donde, lejos de las 36 horas, alguna que otra buena marca sí que he firmado hasta yo).
Diez días seguidos bailando
El titán del bailoteo maratoniano era un tal Charles Nicolás, que llegó a bailar diez días seguidos. En la prensa de la época se publicaban anuncios para pedir parejas de baile que le duraran un rato y era tal su fama, y tan demenciales sus marcas, que el rumor era que en realidad tenía un hermano gemelo con el que se turnaba (de hecho, tuvo que comparecer ante notario para certificar que no era ni doble ni uno y trino). De él, Avel.lí Andreu Artís también recogió otros rumores: por lo visto, su gasolina era el extracto de coca (“Se la tomaba a cubos llenos”, recogió en uno de sus textos).
La moda duró, más o menos, y como muchas otras cosas que tenían que ver con el movimiento, que no con el Movimiento, hasta la Guerra Civil. La riquísima cultura de cabarets, transgresión y ocio nocturno de los años republicanos retrasó su reloj un siglo.
En algunos sentidos no habría que llorar tanto la extinción de estos bailes casi eternos. La tremenda novela que retrata esta cultura es '¿Acaso no matan a los caballos?', de Horace McCoy, donde se asocia el fenómeno de esos esfuerzos inhumanos a la época de la Gran Depresión americana, cuando se dejaban el alma y los pies porque no tenían qué llevarse a la boca (el título da pistas y alude al tiro de gracia que se les da a los caballos reventados por el esfuerzo). La versión cinematográfica, 'Danzad, danzad, malditos', también es tremenda.
En nuestra ciudad (y se explica en ensayos recientes como 'Dance usted', de Lluis Costa, o 'Fiesta', de Asier Ávila) se baila cada vez menos, si atendemos a las cifras de clubes y discotecas. Pero mientras haya alguien sin ganas de llorar o con ganas de sudar, y un tambor marcando el ritmo, o un niño dando palmas, o dos abuelos agarrados, habrá un potencial campeón del baile. Así que bailen, malditos, aunque sea con moderación: una ciudad que no baila no es una ciudad, sino una oficina con semáforos.
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