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Miqui Otero

Miqui Otero

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A menudo, paseo por Barcelona y me resulta imposible saber no ya qué hora es, sino en qué estación del año estamos.

Por un lado, el hecho de que muchas mesas de los restaurantes estén reservadas para turistas, que como sabemos comen a cualquier hora (como las vacas), impide hacerse una idea de en qué punto del día te encuentras si no consultas el reloj.

Por el otro, si no miras el calendario o alguna app meteorológica, no es fácil saber si paseas contra el rigor enfurruñado del invierno o con la brisa cálida a favor que trae la primavera.

Barcelona, de clima felizmente templado, hace tiempo que no sabe tener frío. No siempre fue así (uno se recuerda con pasamontañas de banda armada en su época infantil), por lo que quizá fue la memoria genética la que me impulsó a comprarme un plumón hace unas semanas.

Es lo que yo llamo: mi anorak de entrenador de fútbol de la liga alemana. De color azul marino, material impermeable y corte de parka militar, está revestido de un forro de plumas infranqueable. En la tienda, me advirtieron que lo podría usar pocas veces en esta ciudad, y me ofrecían otras opciones menos aparatosas. No hubo manera: necesitaba ese abrigo.

Yo, como puedes imaginar, trabajo en casa toda la jornada. Muchos días apenas salgo si necesito agua o leche o con los niños y, cuando lo hago, mi zona térmica (los metros por los que circulo) es bastante más pequeña que la de un centrocampista del Barça en el terreno de juego y muy parecida a la de Mario Levrero, un escritor uruguayo de culto que escribió un diario de 500 páginas ('La novela luminosa') contando que apenas salía de su hogar .

Pero estos últimos días ha hecho algo de frío, así que me he descubierto obligándome a salir solo para poder ponerme el abrigo nuevo. Una vez fuera, el confort que te da tener la razón y también el que nace de no tener frío cuando hace frío. Deambulé más a gusto que un arbusto. Con la sensación de comodidad que me invadió cuando vi a Rosalía cantando en el 'Saturday Night Live' con un vestido que era un edredón blanco. En mi caso, era como pasear sin salir de la cama: una fantasía.

Una dimensión distinta

Y ahí miré a mi alrededor y vi que cada persona que me cruzaba iba vestida como si estuviera en una dimensión distinta. Aquí no tenemos buenos abrigos porque no necesitamos abrigarnos, del mismo modo que comparar un paraguas londinense o vasco con uno barcelonés es lo más parecido a comparar un bólido de lujo y una carraca que no ha pasado la ITV.   

Algunos iban con rebequita y los más sólidos usaban cazadora de paño. Pero también había quien pasaba por mi lado y rozaba mi abrigazo con su antebrazo desnudo: algunos, la mayoría guiris, iban en camiseta. Y otros con look Mark Zuckerberg de chanclas y sudadera de capucha. Lo más inquietante es que ese día descubrí algo: los adolescentes ya no usan abrigo. Supongo que los de Helsinki sí, pero los de Barcelona hace tiempo que desterraron esa prenda (cuestión de moda o de adaptación al medio, el caso es que me lo han confirmado varios padres con hijos adolescentes) del mismo modo que no usan el reloj de pulsera o teléfono de disco. Algún día, como a Aureliano Buendia en la novela, recordarán cuando su abuelo los llevó a conocer el hielo.

Así que paseando con mi plumón de entrenador de fútbol alemán me sentí a la vez viejo e invencible. Di dos vueltas más a la manzana, sin necesidad, como quien da la vuelta de honor al campo de fútbol para celebrar un título.

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