Conde del asalto

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Miqui Otero

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Un buen bocadillo puede no ser lo mismo para ti y para mí. De hecho, un bocadillo abundante (o sabroso) puede significar muchas cosas distintas según la ambición (o el paladar) de quien le hinca el diente. Una tapa generosa en Barcelona es una birria insultante en Granada o Lugo.

Los adjetivos, y las frases de las fajas de las novelas, son como las valoraciones en Google o en TripAdvisor: pueden servir a modo orientativo, pero dependen de muchísimos factores.

De hecho, acabo de leer un artículo tronchante en ArtReview sobre nuestra obsesión por las cinco estrellas cuando entramos en bares y restaurantes. Lo escribe un americano de origen vietnamita que vive en Tokyo desde hace años. Siempre que los amigos (y amigos de amigos, y amigos de amigos de amigos) le piden consejo cuando visitan la ciudad, él solo contesta una cosa: no te fíes de las estrellas en Google.

Según cuenta, los japoneses son más bien huraños, o poco expansivos o muy puntillosos, con sus puntuaciones: un restaurante sólido tendrá tres estrellas, uno realmente bueno apenas cuatro y no le pondrán cinco a absolutamente ningún sitio. De hecho, cita una de las reseñas típicas: “Comida deliciosa, noche perfecta, el pelo del camarero estaba algo despeinado. Dos estrellas”.

Así, es muy probable que si vas a un lugar más o menos turístico los guiris le hayan puesto cinco estrellas a un sitio chusco, mientras que el que tiene una media de 3,4 sea el mejor sitio donde podrás comerte una sopa.

Polarización

El texto habla de la inflación de estrellas según quien las ponga, pero también de la polarización: realmente, en Estados Unidos (y, para el caso, en Barcelona también) las cosas tienen o cinco estrellas o cero. Lo mismo pasa, creo, con novelas, artículos de limpieza, opiniones políticas o discos. Hemos llegado a un punto hiperbólico en el que todo es o lo mejor del mundo o una rotunda basura.

De hecho, acabo de hacer la prueba para mis queridos lectores de On. He buscado en Google un restaurante japonés (coqueto, pequeño, asequible de precio) al lado de mi casa. Solo ahí ya vemos una polarización que ríase usted de las tertulias más chabacanas. Muchos le cascan cinco estrellas envueltas en una galaxia de elogios encendidos: los precios perfectos, la higiene magnífica, la comida deliciosa, el ambiente acogedor. Sin embargo, ese mismo sitio, en reseñas de ese mismo día, tiene otras sentenciadas con un cero o un uno: el sushi es peor que el del supermercado, el ambiente es horrible porque los camareros hacen bromas (¡y en japonés!) entre ellos mientras cocinan, el precio no es caro “pero lo barato sale caro”, la higiene, en fin: adjuntan fotografía de una cisterna en el baño donde el tirador de la cadena es el tapón de una garrafa de agua. No hay apenas reseñas intermedias (de entre tres estrellas y cuatro), que serían lo normal, porque es ese tipo de establecimiento al que vas no un día señalado, sino un día cualquiera en el que quieres comer tranquilo. Hay uno que dice que le confiaría a su propio hijo a los camareros, mientras que otro apunta que es muy artero que los dueños incentiven la crítica positiva con un chupito gratis.

Con las estrellas pasa lo mismo que con las webs y guías de qué visitar en una ciudad: prefiero preguntar por ahí y, en vez de una guía turística, comprarme una novela ambientada en el lugar, aunque fuera publicada hace 300 años.

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