Conde del asalto
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Miqui Otero
Miqui OteroEscritor
No recuerdo dónde he estado ni dónde estaré el resto del año, y de mi vida, pero si algún alienígena, sicario, lector insatisfecho o cobrador del frac quiere encontrarme en un punto exacto del planeta cada noche de reyes, lo tiene fácil.
Crecer en el barrio de Sant Antoni ha tenido tres ventajas. La primera, el mercado de libros de segunda mano cada domingo. La segunda, el capote que me echó Peret en 'Gitana hechicera' cuando, repasando los barrios de Barcelona, cantó: “Pa la que busque novio / Mercao San Antonio”. La tercera, que la cabalgata de sus majestades siempre ha pasado por delante de la casa de mis padres.
Los Reyes circulan por grandes avenidas y vías de varios carriles. Por eso es casi mágico que a la altura de Urgell con Sepúlveda, gire a la izquierda desde hace décadas para circular por mi calle. Ahí les he esperado yo siempre, con la misma escalera color crema pero con situaciones vitales muy distintas.
En la infancia, simplemente tenía que bajar con mi familia y aguardar en el portal. En la preadolescencia, cruzaba con mis amigos después de pasear por los puestos navideños de la Gran Via. Luego, cuando me independicé a los 20, remontaba el Raval, donde vivía con colegas, para no faltar a la cita, ya fuera solo o acompañado. Más adelante, cuando me ha tocado ir directamente desde la radio, en las Ramblas, donde he tenido que hablar algún viernes día 5 de enero. O desde mi actual piso, algo más lejos. He ido al mismo punto y a la misma hora, y con la misma escalera, cuando yo era un niño y cuando mis hijos lo son. Me temo que también volveré ahí en el futuro, incluso si no hay nadie querido en ese piso, o no encuentro esa escalera, en lo que será lo más parecido a un viaje en el tiempo que haga en vida.
El tiempo no pasa
La gracia, además, es que siempre es a la misma hora. Pasan por el Mercat de Sant Antoni a las ocho menos cuarto y por delante de mi portal a las 20.30. Aunque cambien algunos adornos de las carrozas, tiren más o menos caramelos, sea más o menos animada la canción de surf instrumental del camión del carbón, la gracia es que la comitiva real es técnicamente la misma, así que volver cada año a ese punto y ese día y esa hora es como encontrar un nudo narrativo donde el tiempo no pasa, un pliegue espaciotemporal donde siempre es el mismo momento.
Por ahí llega la Guardia Urbana a caballo. Y los extraterrestres con zancos y el camión de la tele local con pantallas en las que te ves la cara y el carro de los chupetes donde los bebés enganchados a la tetina se despiden de su primera infancia y adicción y la misma pregunta de si Gaspar o Melchor o Baltasar y las furgonetas de la limpieza que dan manguerazos y hacen bailar sardanas a los restos de confeti que subieron de colores y que ahora están grises. Y el crac-crac-crac de Sepúlveda cuando caminas al fin pisando los caramelos que nadie ha recogido del suelo.
El día de la cabalgata pruebo las mieles del privilegio. Veo a un montón de gente haciendo guardia desde mucho antes y sé que yo puedo apurar otra caña. Quizá no teníamos segunda residencia en la costa catalana ni fuimos a hacer intercambios para aprender inglés cuando éramos niños, pero teníamos algo aún más importante: los reyes se dignaban a pasar por nuestra calle, donde yo soy monárquico solo durante media hora. Justo ahí, en ese cruce y a esa hora, sigo esperándolos.
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