Conde del asalto

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Turistas en terrazas.

Turistas en terrazas. / Manu Mitru

Miqui Otero

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Uno no tiene que protestar solo aquello que le afecta. También hay que alzar la voz, desde el patio del colegio, “por mí y por todos mis compañeros”, por cosas que no te incumben directamente, sean guerras lejanas, problemas sociales en tu entorno o detalles cotidianos que sabotean la vida plena.

Sin ir más lejos, el trato infame que se dispensa en muchos bares barceloneses cristalizó hace un par de años o tres en un detalle delirante. En algunos bares, se ponía un contador a la consumición que pedías: una carta en la mesa de la terraza te anunciaba que tenías 15 minutos para tomar un café o 25 para una cerveza. Jamás he tardado tantísimo tiempo en apurar una caña y, sin embargo, nada me impedirá alzarme por el derecho de quien quiera hacerlo con calma. Una cerveza sin refrigerar solo se estropea, aproximadamente, a los tres meses. Ese debería ser el único límite. Que a mí no me afecte no quiere decir que no me moleste: decía Jack London que uno no puede analizar el mundo solo por su experiencia personal, porque eso es “como querer volar tirando de las lengüetas de sus botas”.

Paellas a las cinco de la tarde

Todo empezó antes, cuando se empezaron a formar colas, una tradición anglosajona, en las terrazas de determinados barrios barceloneses. Esperar en fila para acceder a algo que alivie el gaznate o calme la gazuza: algo que no veíamos en nuestras calles desde las cartillas de racionamiento de la posguerra.

 Por supuesto, proliferan desde hace tiempo esas terrazas donde ves, a cualquier hora del día, los cubiertos puestos en la mesa. Ellos anuncian que no puedes sentarte a tomar algo si no comes. Todo el mundo sabe que están destinados a los turistas, que ya sea por algo cultural, o por los desajustes de su jet lag, mastican, rumían y degluten como ciertos mamíferos en la pradera, a cualquier hora del día. A menudo pienso que son invisibles, pero ahí, ahí donde no puedo sentarme a las cinco y media de la tarde, están pidiendo un Paellador.

Escenas inverosímiles

Otra de esas escenas inverosímiles la viví el otro día en una terraza de Gràcia. Llegamos cinco adultos e intentamos sentarnos, a la hora del vermú, en una mesa simple. El camarero nos tasó con la mirada y nos dijo que éramos demasiados. Ese demasiados siempre es relativo: quizá sobraba él. Le dijimos que juntara una mesa cuando quedara libre. Se negó. Entonces suplicamos: nos apretujaríamos. Asintió de mala gana. Entonces volvió con las cartas. Queríamos pedir unas cañas y unas olivas, pero nos dejó clarísimo que ahí había otras lógicas. Si éramos cinco, teníamos que pedir al menos cinco tapas. Si no, fuera. Pedimos cinco bombas: quizá inconscientemente pensando en otro tipo de explosivos. Cuando llegaron más amigos, la cara del camarero se incendió: era a todas luces impertinente recibir a más gente. Habría que pedir al menos quince tapas. Encima venían dos niños, algo intolerable, porque consumirían menos. En ese tiempo, en otra mesa libre, se intentó sentar una pareja, a la que echaron, porque dos personas eran pocas para poder tomar una mesa simple donde cabían ni menos ni más de cuatro. Imaginen un soltero o recién divorciado.

Terracear se ha convertido en algunos sitios en una suerte de Tetris vital y peligroso: un juego donde no solo hay que encajar piezas, las que te tiren, sino que hay que hacerlo a toda velocidad; un juego donde nunca ganas, como mucho tardas en perder; donde una música insidiosa de polka te recuerda que tienes que irte de este barrio cuanto antes.

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