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Azotea de la Fundació Miró, con la escultura 'La carícia d’un ocell'

Azotea de la Fundació Miró, con la escultura 'La carícia d’un ocell'

Miqui Otero

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Barcelona
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Si algún día me queréis aparcar mirando un punto fijo, y dejarme ahí sentado para que no moleste a nadie, tengo muy clara mi elección: la azotea de la Fundació Miró. Ahí, en uno de los tejados de ese edificio, racionalista y mediterráneo, que ahora cumple medio siglo exacto, podría pasarme años contemplando las mejores vistas de mi ciudad. No estaría solo, claro: me acompañaría esa escultura azul, amarilla, verde y roja, que da una pincelada colorista a la visión panorámica de una Barcelona de terracota seca o arena húmeda.

La escultura la inventó Joan Miró con objetos encontrados (más adelante la fundieron en bronce) y pintados de colores vivísimos: la cara es un sombrero de paja de un burro, el pecho es la tapa de una letrina, el cuerpo es una tabla de planchar y los órganos genitales, un caparazón de tortuga. A ella le prometería que todo eso sería algún día suyo o le contaría argumentos de novelas que no escribiría o le confiaría mis peores miedos o le cantaría la mejor alineación del Barça.

El pasado domingo, en los eventos para celebrar los 50 años de este magnífico edificio que Miró quiso regalarnos y que su amigo Josep Lluís Sert ejecutó, volví a la azotea para saludar a La carícia d’un ocell, que así se llama esa escultura que demuestra la genialidad en lo popular. Me gustan esas vistas porque permiten ver Barcelona desde un punto elevado y porque precisamente una obra de arte, casi humorística o infantil, es la que consigue decirnos: mira aquí, abajo, porque al fin y al cabo vivir vale la pena.

La escultura 'La carícia d’un ocell', en la azotea de la Fundació Miró

La escultura 'La carícia d’un ocell', en la azotea de la Fundació Miró / DdG

Todos recordamos la primera vez que fuimos a este museo y a cada uno nos impresionó una cosa. Yo, por ejemplo, recordaba las taquillas de colores primarios del vestíbulo. Eso pasó en los años de la escuela, porque Miró es como esos juguetes que se publicitan con la frase "de cero a 99 años". Cualquiera, del niño al anciano, puede disfrutar de su colección permanente y de esos pasillos de hormigón como encalados, abiertos a la luz y al encanto.

Lamento ponerme tan estupendo y lírico, pero es que hay pocos sitios en la ciudad tan especiales. De Miró me gusta todo: cuando dibujaba con una ramita en la playa porque pensaba que los totalitarismos le prohibirían volver a pintar, cuando descubrió en su pueblo de Tarragona que tienen la misma importancia una hormiga y un rey y la hoja de un árbol y una catedral, cuando hizo de sparring de Hemingway en rings de boxeo parisinos, cuando retrató su masía y cuando sus alucinaciones por el hambre generaron un universo de figuras de otro planeta, cuando pintó tres borrones de colores consternado por la ejecución de Puig Antich y cuando incendió sus lienzos. Miró dibuja (y se alegra y se cabrea) como un niño y piensa como un sabio, si es que eso contiene alguna contradicción.

El otro día había barras de birra en la entrada y puestos para ponerse sus calcomanías, también talleres infantiles para disfrazarse de sus criaturas y la primera muestra temporal con la que se celebrará el aniversario. Miró dejó escrito cómo se sintió cuando visitó el edificio en sus últimos años de vida: “Las lágrimas vinieron a mis ojos. Era el contacto humano. Aquello fue muy emotivo: parejas jóvenes con niños, la gente de los domingos, tan popular. Me sentía emocionado”. Lo mismo le habría pasado en las bodas de oro de ese gran regalo que nos hizo.

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