Análisis

La mejor decisión de Estado

El único y principal inconveniente consiste en que esta especie de segunda abdicación pueda entenderse como una forma de sustraerse a la posible acción de la justicia

Juan Carlos I, en los actos del 40º aniversario de la Constitución, en diciembre del 2018.

Juan Carlos I, en los actos del 40º aniversario de la Constitución, en diciembre del 2018. / CURTO DE LA TORRE / AFP

José Antonio Zarzalejos

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El que podría considerarse<strong> un autoexilio de Juan Carlos I</strong> es una decisión de Estado que, aunque no carece de inconvenientes, encierra más ventajas para la Corona y más indicaciones para el buen funcionamiento institucional. Por varias razones. La primera, porque el rey emérito abandona la Zarzuela que es la residencia oficial de la Jefatura del Estado, un complejo de Patrimonio Nacional, sufragado por fondos presupuestarios. La segunda, porque al no desplazarse Juan Carlos I a otra residencia en España, se evita que utilizase una vivienda pública o privada cedida por un particular que obligaría a un costoso despliegue de seguridad policial y le expondría a la lógica curiosidad pública. Por fin, la marcha del rey emérito al extranjero implica una sanción más que simbólica a comportamientos en los que él mismo no ha podido negar haber incurrido.

El único y principal inconveniente de esta decisión consiste en la natural suspicacia de no pocos ciudadanos que entenderán que este autoexilio es, eventualmente, una forma de sustraerse a la posible acción de la justicia. El letrado de Juan Carlos I salió al paso de esta especulación, de forma coordinada con la nota de la Casa del Rey, asegurando que el anterior Jefe del Estado estará siempre a disposición de la justicia. De tal manera que comparecería ante ella -en la instancia que le corresponda- si es llamado para hacerlo.

El radical apartamiento de Juan Carlos I -que era un factor de distorsión para la Corona y para Felipe VI- ha sido a su iniciativa tras conversaciones largas y difíciles entre padre e hijo, con los debidos asesoramientos de la Casa del Rey bajo la jefatura de un hombre de gran experiencia como Jaime Alfonsín, abogado del Estado en excedencia y que acompaña al Rey desde hace un cuarto de siglo. Por otra parte, esta decisión no solo la ampara y respalda el Rey -y se ha realizado a su sugerencia- sino que se ha ido cuajando en conversaciones muy discretas entre la Zarzuela y la Moncloa que no han dejado de valorar todas las alternativas posibles.

La colaboración de Juan Carlos I ha sido completa en todo este proceso que se inició el pasado mes de marzo con la suspensión de sus haberes presupuestarios, decidida por su hijo, la renuncia a la eventual herencia que pudiera serle diferida por su padre desde fondos opacos o de procedencia ilegal y la retirada de la infraestructura que le asistía en la Zarzuela, es decir, secretaría, asignación de vehículos fijos y otros medios materiales. Antes aún, Juan Carlos I se había retirado de la vida pública dejando de asumir compromisos de representación de la Casa Real.

La decisión es de Estado, por lo tanto, pero también es histórica porque carece de precedentes. Isabel II fue expulsada del trono en 1868 cuando estalló la Revolución Gloriosa y se trasladó a París en donde murió reinando su hijo Alfonso XII. También fue destronado Alfonso XIII el 14 de abril de 1931 que se exilió en Francia -salió de España por el puerto de Cartagena hasta Marsella- y murió en Roma. Sin embargo, aquí no estamos ante un cambio de forma de Estado, sino ante el apartamiento radical de la vida pública del rey que declinó sus poderes recibidos de la dictadura de Franco en unas Cortes Constituyentes que alumbraron la Constitución de 1978 en la que se configuró una monarquía parlamentaria que ahora titulariza su hijo.

No podrá aducirse que el jefe de Estado no ha sido contundente

Se trata de una especie de segunda abdicación de Juan Carlos I, que debió renunciar a la Corona en junio de 2014 para salvar a la institución <strong>de sus comportamientos irregulares</strong> -tras su escandaloso viaje a Botsuana en plena crisis y en compañía de una amante, en abril de 2012- y de los que protagonizó su yerno, Iñaki Urdangarín y su propia hija, la infanta Cristina desposeída por su hermano, Felipe VI, del título ducal de Palma. Desde aquella abdicación -que no está en la tradición de las dinastías reales españolas en las que se cuentan con los dedos de una mano-, han seguido seis años convulsos para el actual rey, que ha debido atender a dos frentes: el inestable y a veces crítico de la situación política española y la reestructuración de la familia real -reducida drásticamente-, la introducción de buenas prácticas y del principio de transparencia en la institución, la renovación de la agenda de interlocución de la Casa Real y, además, fajarse con un ambiente social -debido en buena parte a irresponsabilidad de su padre y otros miembros de su familia- hasta desembocar en este hito de extrañamiento de Juan Carlos I.

Adelantar hipótesis sobre las consecuencias del autoexilio de Juan Carlos I podría ser prematuro en un contexto social, político, económico y sanitario muy complejo y que demanda esfuerzos y energías. Y en el que sobraba la fricción que la presencia de Juan Carlos I en la Zarzuela implicaba, con el cúmulo de especulaciones que conllevaba y el consiguiente desgaste para Felipe VI y, por derivación, para todo el sistema constitucional. Si se pedían decisiones, y sin perjuicio de las que adopte la justicia, la de ayer fue la mejor de las posibles aunque, como todas las que se adoptan, no lleven a la unanimidad sino a la controversia. No podrá, sin embargo, aducirse que el Jefe del Estado no ha sido contundente.

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