LA CONTRA
Una duda existencial
Al dilema al que se ha enfrentado Laura Borràs -dimitir para tener total libertad para defenderse o mantener el escaño y quedar a expensas del Supremo- se añade otro: si quiere ser la mártir que los suyos proyectan
Todo empezó con Telesforo Monzón. Lo detuvieron en un encierro a favor de la amnistía para los presos vascos durante la campaña electoral de 1979. Era candidato. El aglutinador de la izquierda aberzale y promotor de Herri Batasuna avalaba con la protesta su obra política. La de un nacionalista histórico, católico y conservador, que había regresado del exilio dos años antes y durante el cual se había distanciado del PNV a pesar de haber sido consejero tanto durante la República como en el Gobierno exterior. Acabó declarándose "etista", palabra acuñada por él mismo después equivalente a "proetarra". El fracaso de su trabajo a favor de un frente electoral separatista y transversal fue inversamente proporcional a su popularidad. Su bastón alzado en grandes manifestaciones entre un mar de puños alrededor le convirtió en un símbolo. Le precedía una obra literaria, siempre en euskera, que iba de la poesía al teatro pasando por la novela, el ensayo y letras de canciones adaptadas de viejas melodías.
Está acusada de hacer lo que practican todas las administraciones: fraccionar un encargo para evitar el concurso
Aquella detención lo llevó a la cárcel junto a Francisco Letamendia. Pero como ambos fueron elegidos diputados, les pusieron en libertad gracias a la inmunidad adquirida, por lo que la justicia les pidió el primer suplicatorio de la historia democrática española actual. Desde entonces hasta hoy, el Congreso ha tramitado 46 y concedido 32. El último, el jueves a Laura Borràs.
Quien como independentista haya escuchado a la diputada catalana se habrá hecho una composición favorable a su inocencia. Quien la haya seguido desde una posición antagónica también la ha juzgado. Así de polarizado está el ambiente que tiene hoy a una brillante oradora atrapada entre los extremos habituales sin posibilidad de matices ni alternativa viable. Y como todo lo que se ha expuesto al respecto en el Congreso ha sido a puerta cerrada, nos hemos quedado sin el imprescindible contraste de pareceres siempre enriquecedor.
Cuentan algunos de sus oyentes que su defensa ha sido clara y contundente. Y sincera la solidaridad verbal de compañeros de escaño. Pero cuando la disciplina de voto se impone, la empatía personal deja paso a la posición contraria a las palabras de consuelo. Cainismo independentista al margen, si a sus colegas les ha detallado el nivel de enredos policiales y procesales que empezaron con un sobre lleno de billetes en un buzón, se habrán imaginado a una profesora de Literatura fabulando una historia digna de novela negra con incrustaciones políticas estrenadas por los Mossos d'Esquadra, remarcando en un primer informe la condición de conocida independentista luego mantenida por la Guardia Civil.
En las paredes del hemiciclo cerrado quedarán para la historia las cuitas de una defensa que tiene sus aristas en la propia acusación que Borràs niega de entrada. Haber hecho supuestamente lo que todas las administraciones públicas practican de forma habitual. Fraccionar un encargo para evitar el concurso público y adjudicarlo a quien se tiene confianza o afinidad. Opción que, por cierto, al amparo del estado de alarma se ha practicado con fruición.
Así las cosas, el dilema sigue estando en qué hacer en casos como este. Si dimitir para tener la libertad de defenderse hasta las últimas consecuencias en un recorrido judicial alargado gracias a los posibles recursos previstos o mantener el escaño a cuenta de la misma inocencia reclamada quedando a expensas únicamente del Tribunal Supremo. Al estar el proceso contaminado por la política, a esta duda se añade otra: si Laura Borràs quiere ser, de verdad, la mártir que los suyos proyectan.
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