DESDE MADRID

Pablo y Arnaldo, el pacto de reclutamiento

Pablo Iglesias, en el Congreso, el 13 de mayo

Pablo Iglesias, en el Congreso, el 13 de mayo / AFP / ANDRÉS BALLESTEROS

José Antonio Zarzalejos

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"Estoy convencido de que pronto ustedes serán una fuerza de Gobierno". Esta frase lapidaria la pronunció Pablo Iglesias el pasado 29 de abril en el Congreso de los Diputados inmediatamente después de que Mertxe Aizpurua, portavoz de EH Bildu, pronunciase unas amigables palabras desde la tribuna. Y añadió: "Es realmente emocionante, su intervención ha sido hermosa". En estas expresiones admirativas y profundamente intencionales del vicepresidente segundo del Ejecutivo de coalición está la clave de la interpretación del pacto oculto entre el PSOE, Unidas Podemos y el partido radical abertzale para una imposible derogación "íntegra" de la reforma laboral del 2012.

La jugada pactista tenía un propósito para Iglesias y otro distinto para Sánchez. El presidente, con torpeza y sin la más mínima perspicacia, deseaba un recurso subsidiario para completar la mayoría necesaria en el pleno del miércoles pasado para prorrogar el estado de alerta. Sin los 13 escaños de ERC y con un apoyo reticente de Ciudadanos, había que asegurar el éxito de la propuesta gubernamental y los cinco escaños de EH Bildu se podrían convertir en decisivos, aunque al final no lo fueron. Los abertzales eran puramente instrumentales.

El líder socialista, que, sin embargo, algo se temía, autorizó la operación y ordenó, además, que fuese casi clandestina: no la debían conocer de antemano determinados miembros del Gobierno, ni la CEOE, ni los secretarios generales de UGT y CCOO, y mucho menos los socios parlamentarios, especialmente Ciudadanos y, de forma singular el PNV, para el que los 'bildutarras' son sus principales adversarios en Euskadi y en el Congreso. Mucho menos cuando falta mes y medio para las elecciones vascas.

La 'hybris' del poder

Pedro Sánchez, como le ocurre con frecuencia a las personalidades poseídas por la 'hybris' del poder, valoró ese movimiento como de bajo riesgo. Y lo hubiese sido si, tras reparar en el disparate cometido, a instancias de las sensatas explicaciones de Nadia Calviño, su vicepresidente segundo hubiese sido más leal al Gobierno que a su doble propósito: convertirse en el adalid de un izquierdismo extremo y preparar la coartada para iniciar el camino de salida de la Moncloa.

El secretario general de Podemos –reelegido sin plazo, hasta que él se canse de serlo– salió en tromba desautorizando la corrección socialista, chapucera y mal pergeñada, casi de madrugada y avalando plenamente la versión inicial del acuerdo con Arnaldo Otegi suscrito por Mertxe Aizpurua. Porque para el político morado, el pacto con EH Bildu no consistía en la prevención de una contingencia, sino en un acuerdo de amistad y de reclutamiento que incorporaba a la izquierda abertzale por la puerta grande a la mayoría parlamentaria de izquierdas. De tal manera que Sánchez cometió un error de cálculo, pero Iglesias delimitó con claridad en qué terreno ideológico y político se mueve, en el que no cabe Ciudadanos y, malamente, el PNV.

Pero la intencionalidad de ese pacto, de tan diferente significación para el presidente y para el vicepresidente, todavía tenía más alcance. Iglesias no estaba dispuesto a digerir la ruptura con ERC sin subrayar que él y su grupo, sin explicitarlo, hubiesen aceptado las cinco condiciones que el PSOE no le admitió a Gabriel Rufián. Por eso, al tiempo que prestaba todo su apoyo a Otegi ("'pacta sunt servanda'"), abogaba por el rápido debate en el Consejo de Ministros de los indultos a los presos condenados por el Tribunal Supremo, sin esperar a que se pronuncie el Constitucional sobre sus recursos de amparo.

Sorpresa en la UE

Los daños de este pacto de amistad entre Iglesias y Otegi –ambos mantienen una relación fluida y los dos desconfían del PNV– son inmensos para Sánchez, que tiene muy difícil derivar responsabilidades porque fue él quien lo autorizó. Ha estallado el diálogo social, que progresaba a buen ritmo, y se ha instalado la desconfianza hacia el Ejecutivo en sus socios parlamentarios. En la Unión Europea, la sorpresa ha sido mayúscula. Y en el País Vasco, los nacionalistas ya han hecho el diagnóstico a través del presidente del PNV: su reserva de confianza en el Gobierno y en Sánchez "está en rojo".

Persuadido Pedro Sánchez de que su coalición no tiene alternativa en la oposición –lo que es cierto–, no ha reparado, sin embargo, en que la geometría variable con Ciudadanos y la temperancia política que imponen los nacionalistas vascos, rompían los esquemas de Iglesias que, frente al tactismo presidencial y de su director de Gabinete, dispone de mayores capacidades estratégicas.

A la izquierda del PSOE

Es posible –y desde luego muy verosímil– que el secretario general de Podemos sea consciente de la imposibilidad de mantenerse en el Gobierno si ha de adoptar las medidas de ajuste que bosquejó el gobernador del Banco de España, Pablo Hernández de Cos, y que son la trasposición de la condicionalidad a la que se someterán las ayudas de la UE, pero es seguro que Iglesias, además, quiere convertirse en el santo y seña de una izquierda a la izquierda del PSOE, porque sigue viva la pretensión de sobrepasarle y de hacerlo desde fuera de la Moncloa.

Para Sánchez, la situación, además de desastrosa en términos políticos, es personalmente frustrante porque todo lo que ha ocurrido, debido a su mal cálculo, ha incrementado su potencial destructivo por la deslealtad de su vicepresidente segundo. El secretario general socialista tenía razón cuando, entre abril y noviembre del 2019, vetó a Iglesias, se declaró insomne con un eventual Consejo de Ministros con miembros de su partido y aseguró que jamás se apoyaría en los independentistas. La precipitación en abrazar a su adversario el 12 de noviembre del 2019, tras el fracaso que significó para el PSOE la repetición electoral, explica la situación actual. Que es pésima para él, pero en absoluto para Iglesias.

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