DESDE MADRID

El extraño caso de Salvador Illa

Salvador Illa

Salvador Illa / EFE / EMILIO NARANJO

José Antonio Zarzalejos

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Cuando Pedro Sánchez nombró a Salvador Illa ministro de Sanidad, introdujo en el Consejo de Ministros a una figura relevante del PSC que había mostrado gran capacidad política en la negociación del pacto con ERC y secundado con éxito la gestión de Miquel Iceta. Además, fue uno de los dirigentes del socialismo catalán que participó en la manifestación del constitucionalismo el 8 de octubre del 2017 en Barcelona, dato a tener en cuenta.

Ni el presidente ni el propio Illa, secretario de organización del PSC hasta su nombramiento y antes político con experiencia en la administración municipal y autonómica en Catalunya, podían sospechar que habrían de enfrentarse al desastre de la pandemia del covid–19. El ministerio que asumía Illa era –y sigue siéndolo– una carcasa sin apenas competencias, un departamento desarmado, meramente coordinador, porque desde el año 2000 la sanidad está transferida a las comunidades autónomas.

Sanidad carece, incluso, de un secretario de Estado y dispone solo de una secretaría general de la que dependen tres direcciones generales. Muy pocos mimbres para enfrentarse al desafío sanitario más grave que se recuerda. El ministro ha tenido que apoyarse –sin tiempo para revisar su funcionamiento ni chequear la confianza que le suscitaban sus responsables– en el corto aparato de detección de alertas y emergencias sanitarias creado en el 2004, con Fernando Simón al frente desde el 2012, bajo la jerarquía de la directora general de Salud Pública, la inédita Pilar Aparicio.

Banalización inicial

Ese organismo de vigilancia debió advertirle de lo que se nos venía encima. Ahí estaban los expertos –y Pilar Aparicio y Fernando Simón los más significados– que, o no fueron escuchados, o avisaron tarde y mal. Es imborrable el recuerdo del director de ese centro cuando el día 7 de marzo banalizó el riesgo de autorizar las casi 80 concentraciones multitudinarias que se produjeron ese día y el siguiente en España. El 8–M había ya 589 infectados y 17 fallecidos.

Con esas escasas herramientas administrativas, Illa forma parte imprescindible de la autoridad única delegada del estado de alarma, con sus compañeros de Interior, Defensa y Transportes, mejor equipados en sus respectivas áreas de competencias que el titular de Sanidad, que depende de las políticas sectoriales de otros ministerios (policía, educación, movilidad, asuntos sociales), y de las comunidades autónomas. Que le haya tocado a una personalidad del PSC gestionar con protagonismo un estado de alarma que ha intervenido competencias autonómicas está siendo para el ministro y para el propio partido, netamente federalista, una contradicción sobrevenida y lacerante.

Salvador Illa ha demostrado un estoicismo a prueba de bombas. Comparece a diario y lo hace con un gesto medido y palabras adecuadas. Se somete todas las semanas al control de la Comisión de Sanidad en el Congreso y ha de soportar las inoportunidades –abundantes– de algunos de sus compañeros del Consejo de Ministros. Y sin un mal gesto. Muchos comparten el juicio sobre el ministro que expresó el doctor Matesanz en un entrevista en 'El Mundo' el pasado jueves: "Por sus intervenciones, parece una persona inteligente y, desde luego, trabajadora, que probablemente habría llegado a ser un buen ministro en tiempos menos convulsos. Nunca lo vamos a saber porque toda su gestión se va a juzgar por el prisma de la pandemia y, por desgracia para todos, no está saliendo airoso de ella".

El azote vírico

Es improbable que alguien salga "airoso" de la gestión de este azote vírico, pero la compostura de Illa y el escaso margen de tiempo del que ha dispuesto para hacerse con los mandos de su ministerio (fue nombrado el 13 de enero y el estado de alarma se declaró el 14 de marzo), le están granjeando una consideración que no suscitan –ni en la oposición, ni en las autonomías, ni en los medios de comunicación– otros responsables gubernamentales.

El Consejo de Ministros podría haber dotado con mayor generosidad y urgencia el departamento de Sanidad, pero, pese a la pandemia, sigue manteniendo la estructura orgánica prevista en el artículo 16 del real decreto 139/2020, que entró en vigor el pasado 18 de enero. Tampoco se le ha oído un comentario exculpatorio por la escuálida estructura en la que debe apoyarse.

Illa ha llevado con sobriedad los peores momentos de la pandemia y ahora comanda la desescalada, que ha sumado críticas generalizadas. La reversión del confinamiento se pautará con órdenes ministeriales de Sanidad, absorbiendo así el ministro el grueso de los reproches al itinerario hacia la "nueva normalidad" establecido por el Gobierno. Persistirá en su imperturbabilidad, confían en la Moncloa.

Un político inusual

No se trata de librar al ministro de Sanidad de ninguna de las responsabilidades –para bien o para mal– que le corresponden en esta crisis, sino de constatar que él no es un "experto" epidemiólogo, sino que ha debido valerse de los instrumentos de un ministerio hueco, manejarse con los poderes de las comunidades y, sobre todo, lidiar con algunos egos ministeriales que, lejos de aportarle, le han restado.

Nadie, hay que reiterarlo, saldrá exitoso de esta prueba, pero se reconocerá el estoicismo y la sobriedad de un político como Illa, extraño caso de responsable público que concita una silente consideración en el griterío crítico de estos tiempos convulsos. Transparenta, además, una lealtad que ha debido superar –lo sabe su entorno– decisiones que este catalán discreto no comparte pero que, dadas las circunstancias, asume sin reservas.

El filósofo, jurista y escritor Javier Gomá, director de la Fundación Juan March, publicó este jueves un tuit con el siguiente texto: "Cualquiera que sea el juicio que merece la gestión de Salvador Illa, aprecio su serenidad filosófica y su cortesía, que contrasta con la violencia verbal del entorno". Así piensan muchos que no se distinguen por su complacencia con el Ejecutivo de Pedro Sánchez.