DESDE MADRID

Torra, más allá de la decencia política

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José Antonio Zarzalejos

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Las prioridades políticas, sociales y económicas han pegado un giro copernicano. Todo lo que parecía dramático, difícil y angustioso hace unas semanas se asemeja ahora a una anécdota. Personajes miserables como Clara Ponsatí ("¡De Madrid al cielo!") no suscitan ni siquiera indignación sino solo desprecio. Obsesiones como las de Joaquim Torra de cerrar Catalunya haciendo pasar un gesto de pretendida soberanía por una medida de seguridad, no provocan irritación sino indiferencia.

Las críticas al estado de alarma por "invasión de competencias" o por "un 155 encubierto" y la supuesta intención del Gobierno de España de "infectar Catalunya" se escuchan como la lluvia al caer, pero le acreditan ya como el político más desleal al declararlas a la BBC y denunciarlas ante los líderes de UE. Torra es hombre sectario sin remedio posible. La crisis de Catalunya, planteada así de rastreramente incluso en unos momentos tan dramáticos, ha perdido todo ese carácter inquietante que otrora tuvo. El cambio de percepción es radical, completo y, seguramente, irreversible.

Nadie habla en Madrid, ni en ningún otro lugar del país, de la "mesa de diálogo"; a nadie le interesa si los presos salen o entran de la cárcel y si lo hacen al amparo de esta o aquella norma; no está previsto en ninguna agenda que se reforme el Código Penal porque la atención, los afanes del Gobierno y las energías de los funcionarios están volcadas en que la Administración General del Estado, bajo mínimos, siga prestando los servicios imprescindibles.

Sin Presupuestos

Tampoco habrá Presupuestos, así que Gabriel Rufián puede ahorrarse las advertencias sobre la legislatura y evitar las 'performances' de sus intervenciones catilinarias en el Congreso. El presidente Pedro Sánchez ya ha anunciado que este año no habrá cuentas públicas –ERC se queda sin recursos de convicción– y los del 2021 serán "presupuestos de reconstrucción".

Tampoco importa cuando serán las elecciones catalanas. No hay ni fecha aproximada para las aplazadas vascas y gallegas. Menos aún si la paralización de los plazos procesales demorará 'sine die' la sentencia de casación del presidente de la Generalitat. Da lo mismo que siga al frente del Gobierno catalán o lo sustituya otro. Aunque cualquiera sería mejor que él. Nada es ya lo que parecía. El nacionalismo –todos los nacionalismos– ha quedado pulverizado por la envergadura colosal de la pandemia, por el peligro devastador de sus posibles consecuencias, por las frases lapidarias de Emmanuel Macron ("es la guerra") y de Angela Merkel ("el mayor desafío desde la segunda guerra mundial").

Estamos en un trance de supervivencia en el que se prima el sentido solidario, el espíritu de colaboración, la cercanía con los vulnerables, el civismo y el ejercicio de la ciudadanía. Quien se aparte de esa línea de conducta que sintoniza con las necesidades colectivas, se queda en la cuneta, no es escuchado, ni atendido, ni considerado. Por eso Joaquim Torra, con sus esencialismos y sus obsesiones, con ese nacionalismo recalcitrante que transparente una nimiedad moral sofocante, se asemeja a un marciano en el mundo de hoy. Un extraterrestre. Un personaje transportado del pasado al presente.

Europa ignora

En Europa pueden deambular tanto como quieran los Carles Puigdemont 'et alli'. Aquí nadie se inmuta sobre su suerte. El Parlamento Europeo se dispone a echar el cierre esta semana. Que hagan lo que quieran. Lo que nos importa es salvar vidas; contener el contagio; proteger a los más vulnerables; demostrar que somos depositarios de décadas y décadas de aprendizaje en la civilidad.

La pandemia de covid-19 (en toda tragedia se encierra una lección de historia) demuestra que la globalización hasta de la enfermedad ha derrotado al nacionalismo y, seguramente, también al populismo, y que estamos entrando en una nueva era de universalización de conductas. La identidad ya no es la que fue, sino que ha quedado reformulada en el sentido más fieramente humano: en la fortaleza de la unidad y en la debilidad de la introspección.

El actual Gobierno ya no es de coalición progresista, de PSOE y de Unidas Podemos. Es un Ejecutivo de gestión, de salvación nacional, de emergencia. Ha aplazado todos sus planes y abandonado todos los programas, salvo uno: la reconstrucción. No es el fin de la historia, pero sí de esta historia de fronteras, fielatos y rediles. Estamos en el aplauso anónimo a las 20 horas de cada día; en el confinamiento doméstico; en el temor y en la esperanza.

Hazañas frente a banderas

Las banderas –como por ensalmo– han dejado de emocionar. Ahora nos llevan a las lágrimas las hazañas de los ciudadanos sanitarios que trabajan en condiciones precarias, que arriesgan su salud, todos aquellos que en las mañanas silenciosas del confinamiento, ponen en marcha, al ralentí, la maquinaria de una sociedad que no se para. El Ejército que desinfecta El Prat y el puerto de Barcelona.

Alguien debería estar preparando al independentismo catalán para un fuerte 'shock': se ha acabado por largo tiempo su propósito, su intención se ha hecho aún más ininteligible, la historia ha doblado la esquina y ya no vale nada de lo anterior, ni la épica de hace unos meses está ya vigente ni volverá a estarlo, no hay mística en el ensimismamiento, sino en la solidaridad. No hay más patria que la de pertenencia a la humanidad herida.

Este asunto de la soberanía, del independentismo, del "nosotros" frente al "ellos", de lo "nuestro" ante lo "ajeno", se ha acabado. La realidad se ha hecho prosaica y belicosa: nos mata, nos empobrece y nos une en el lamento. Ya no habrá reuniones de Sánchez con Torra, tras la descalificación sin matices de Margarita Robles, expresamente pactada con Moncloa. Los ciudadanos no lo consentirían. El presidente de la Generalitat ha traspasado todos los límites. Ha ido más allá de todas las decencias políticas. Los catalanes –todos– merecían algo mejor. Y, según la encuesta del viernes del CEO, parecen saberlo.