CRÓNICA DESDE PARÍS // ELIANNE Ros

En nombre de la sacrosanta République

Entrada de un colegio francés.

Entrada de un colegio francés.

ELIANNE Ros

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La interpretación que los franceses hacen de los valores republicanos --libertad, igualdad y fraternidad-- en la vida cotidiana produce a veces situaciones surrealistas, cuando no totalmente absurdas. Ahí va un ejemplo real como la vida misma. Sábado, 8,30 de la mañana. Cita en la escuela pública maternal (preescolar) de un núcleo residencial adosado a París. Todas las madres --y algunos padres-- responden presente. Orden del día: la supresión, por decreto gubernamental, del tentempié de media mañana a causa del alarmante incremento de la obesidad infantil.

El centro ha convocado la reunión para buscar una solución ante las quejas de algunos progenitores, cuyos hijos resisten mal la larga mañana --las clases arrancan a las 8,30-- sin reponer fuerzas. Especialmente aquellos que deben esperar al segundo turno de la cantina --el primero es a las 12 y el siguiente a las 12,45--, demasiado pequeña para dar de comer a todos los alumnos a la vez. Hasta aquí todo normal.

Empieza el debate. Están los legalistas, que consideran que la norma está para ser cumplida, caiga quien caiga. "Hay que levantar antes a los niños y darles un desayuno más fuerte", sentencian. "Sean comprensivos, algunos niños son depositados en el servicio de guardería a las 7. Luego unos tienen más aguante que otros...", tercia Sandra, una maestra razonable que admite que ella, a las 10 de la mañana, si no come algo desfallece. Sandra propone que los padres se pongan de acuerdo para aprovisionar a la escuela, ya que esta formalmente no puede hacerlo.

"¡Nada de galletas ni de pastelería!", clama la portavoz de las defensoras de la comida sana. "Lo mejor es un plátano, que gusta a todos", sostiene una mamá. "No es justro, a mi hijo no le gustan", salta otra. "Pues manzanas", dicen las más puristas. "Mi hija no se la come con piel", objeta la de más allá. "Compota, que coman compota", lanza la ingenua que cree haber encontrado la panacea. "¡Pero qué tiene de malo una galleta!", se quejan las que se resisten a creer en la alarma desatada por los dietistas.

En pleno guirigay, una mamá con acento extranjero toma la palabra. "Disculpen, no acabo de entender esta discusión. ¿No sería más lógico que cada niño lleve lo que le pongan sus padres en la mochila?". Silencio absoluto. Todas las miradas la fulminan como si hubiera propuesto echar a los niños a las fieras. "Señora, la République no permite estas cosas. Aquí todos los niños son iguales", responde una profesora casi ofendida. "Bueno, no lo veo tan traumático. En la cantina a los musulmanes se les ofrece una alternativa al cerdo, y los alérgicos tampoco comen lo mismo que los demás...", se defiende la forastera. Se queda sola. Cuando los franceses sacan a relucir la sacrosanta République no hay peros que valgan.

A las 11,30, después de tres horas de debate, se levanta la sesión. Se preguntarán qué decisión se adoptó. Pues ninguna. En la práctica, el difícil equilibrio entre la libertad y la igualdad se saldó de forma desigual: algunos padres llevan plátanos una vez al mes, otros compota y otros nada. Por suerte, los niños no los oyeron.