PROCESO AL 'PROCÉS'

Cuenta atrás hacia la sentencia del 'procés'

Los líderes independentistas acusados por el 'procés', en la sala del juicio del Supremo.

Los líderes independentistas acusados por el 'procés', en la sala del juicio del Supremo.

Jordi Nieva-Fenoll

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Está a punto de concluir un proceso que sin duda hará historia. Aún se habla del proceso que condenó a Lluís Companys y a su gobierno de la Generalitat en 1935. Aquel proceso acabó con una sentencia condenatoria a 30 años de reclusión. La condena no fue unánime, y fue amnistiada al cabo de unos meses por decreto ley del Gobierno de la República de febrero de 1936, que reconoció expresamente el resultado de las elecciones legislativas celebradas poco antes y que dieron la victoria al partido de Companys. De alguna forma, se asumió que el electorado rechazaba la condena.

Lo sucedido en 1934 fue una auténtica rebelión. Hubo choques armados, así como una intervención militar directa que gracias a la habilidad del general Batet, no se saldó en un baño de sangre. Hubo una voluntad expresa de las autoridades catalanas de retener el poder y de no reconocer al Gobierno de la República española.

En este proceso se han juzgado unos hechos que aunque los extremistas de ambos lados querrían comparar con los sucesos de 1934, en realidad no tienen absolutamente nada que ver. En el proceso se han visto muchas pruebas, pero todas son curiosamente coincidentes en algunos puntos muy importantes.

El primero de ellos es la falta absoluta de voluntad de las autoridades catalanas de retener el poder. Es cierto que con las leyes de 6 y 7 de septiembre –que sorprendentemente casi no han aparecido en el debate procesal– hubo una tentativa de desobediencia al Tribunal Constitucional, que se consumó cuando esas autoridades, pese a a la suspensión de dicho tribunal, decidieron celebrar el referéndum sin las garantías de verosimilitud y transparencia del resultado de la votación que otorgaba la misma ley de referéndum. En ese momento desobedecieron efectivamente al Tribunal Constitucional, pero también a la ley suspendida. Con respecto a ese aspecto no hay casi nada a debatir.

Independencia fantástica

El segundo punto en el que también hay acuerdo es que esas autoridades quisieron implementar el resultado del referéndum. Dijeron que lo harían y efectivamente lo hicieron, aunque solo de palabra –esto es muy importante– declarando la independencia por dos veces, siguiendo un supuesto "mandato democrático" que, más allá de ideologías y apasionamientos, no era más que pura fantasía porque estaba al margen del derecho, dado que el referéndum no fue válido para cualquier observador imparcial. No se acierta a entender por qué lo hicieron, ni el referéndum ni el intento de aplicación de su supuesto resultado.

Puede ser que esperaran una inimaginable reacción de la comunidad internacional que nunca llegó, como no podía ser de otra manera dada la falta de garantías jurídicas de la votación. Pensaran lo que pensaran, en el último momento conocían el fracaso la mayoría de los miembros del Govern. Y Carles Puigdemont con total seguridad, porque a puntísimo estuvo de convocar elecciones autonómicas. Pero su estado de ánimo, propiciado por absurdas acusaciones de "traición", favoreció que, en su lugar, optara por que se declarara la independencia.

Pero lo que ocurrió justamente después, que es jurídicamente lo más relevante, incomprensiblemente ha quedado también entre tinieblas en el proceso. Se aplicó el artículo 155 de la Constitución, se entregó inmediatamente el poder al anochecer de aquel mismo viernes, y en 48 horas Puigdemont decidió marchar a Bélgica. Nadie, ni siquiera él, decidió retener el poder. Quizás se les pasó por la cabeza o hasta lo dijeron, pero nadie lo hizo. No hubo resistencia. No hubo una intervención armada, que es lo que ha sucedido en la represión de absolutamente todas las sublevaciones del mundo. No hubo nada. Y eso es jurídicamente relevante, porque descarta por completo la existencia de un alzamiento. Lo que se produjo fue, aunque pueda doler decirlo, una situación absurda de dimensiones descomunales.

Ni rebelión ni sedición

Por tanto, no hubo violencia de ninguna clase. De hecho, las acusaciones han intentado denodadamente probar que sí se produjo, pero en momentos inhábiles jurídicamente para sustentar un supuesto alzamiento. El día clave, el 27 de octubre, no hubo ninguna manifestación que intentara retener por la fuerza de las masas el poder. No hubo nada. No se arrió ni la bandera española del Palau de la Generalitat. La concentración ante la sede de Economia del 20 de septiembre solo pretendía protestar por una diligencia judicial, pero no la impidió y no tenía la voluntad de tomar el poder. Igual que las concentraciones del 1-O, que solo deseaban proteger unas urnas, pero tampoco tomar el poder.

Y en las mismas solo hubo patadas, empujones, forcejeos, salivazos, insultos, "caras de odio", lanzamiento de botellas de plástico y de alguna piedra. Pero no hubo ni siquiera un herido grave. No hubo barricadas de guerrilla urbana, violencia callejera de gran magnitud, incendios, cócteles molotov, saqueos o uso de armas de fuego. Acaeció lo que ha sucedido en cualquier otra manifestación, y de hecho bastante menos. Existió un simple ejercicio del derecho de protesta. Valorando jurídicamente lo anterior, lo primero –patadas, empujones, etc– son a lo sumo desórdenes públicos. Lo segundo –incendios, saqueos, etc–, una sedición, ni siquiera una rebelión. Y lo segundo, insisto, no existió.

La incógnita de la malversación

Si hubo malversación, no han explicado las acusaciones cómo se operó. En sus alegaciones hay un tremendo vacío argumental en este sentido que no pueden cubrir páginas y páginas refiriendo pagos comprometidos antes de la suspensión del Tribunal Constitucional, no después. La prueba de un delito requiere la precisión de su modus operandi, y esta simplemente no existe.

La pregunta que queda ahora es cómo va a ser la sentencia. Falta escuchar los informes de las defensas, y es previsible que al menos alguno dé muchísimo de sí. A la sentencia no le serán indiferentes esos informes, sino que en caso de condena, tendrá que rebatirlos con precisión. Oiremos a muchos adivinos durante los próximos días, pero en este momento, ni los propios jueces del Tribunal Supremo saben a ciencia cierta cómo va a ser su sentencia.