Agridulce celebración de Vox

El espejismo de Colón

Los seguidores de Santiago Abascal celebran su irrupción en el Congreso aun con menos escaños de los que les daban las encuestas

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undefined47943656 santiago abascal leader of far right party vox addresses s190428235124 / MARU FERNÁNDEZ

Juan José Fernández

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"Y la gente de Sevilla, la de Valencia, la de aquí, ¿dónde está?", se preguntaba el afiliado de Vox José García mientras subían los porcentajes de voto escrutado sin que los escaños pasaran de 24 en los monitores de televisión colocados ante el hotel Fénix de Madrid, lugar de cita del partido de extrema derecha para su noche electoral.

Y con su perplejidad venía a explicar la paradoja de una formación que congregó gentíos en Valencia, Leganés, Sevilla y Madrid y se quedó con un 20 por ciento menos de diputados de los que le auguraban las encuestas y aún menos de los que, la pasada semana, le exageraban los trackings. Vamos, como si el multitudinario cierre de campaña de la plaza de Colón hubiera sido un espejismo.

Se diría que cuando el número dos del partido y abogado en el juicio del ‘procés’, Javier Ortega-Smith, invitó al público congregado a corear “Puigdemont a prisíón”, fue esa la única consigna seguida con verdadero entusiasmo en la plaza, impregnado un poco el ambiente de la torrentera melancólica que bajaba por la vecina calle Génova, donde tiene su sede el derrotado PP, expartido de muchos de los congregados por Vox.

Pero sin lástima ni empatía: el cisma de la derecha tiene pinta de durar. Los seguidores de Abascal le ovacionaron mucho cuando, subido a un andamio de focos y barras de acero, dirigió un mensaje precisamente a la Génova de Pablo Casado: que no responsabilicen a Vox de su debacle, que se culpen a ellos mismos por no haber sabido defender Granada, dicho en términos de esa reconquista a la que tanto alude. O sea, por “haber tenido 186 escaños y no haber sabido oponerse a la dictadura progre”.

A la sombra de la bandera

Varios ejes simbólicos capitalinos cruzan el punto elegido por Vox para concentrarse, aunque no todos los madrileños sepan que en su callejero hay una plaza dedicada a Margaret Thatcher, la utilizada por Santiago Abascal para saludar a sus fieles.

El cuadrado de granito que la alcaldesa Ana Botella renombró en honor a la reina del neoliberalismo no es precisamente la gigantesca Tiananmen: en el recinto madrileño apenas podría disputarse un partido de padel, encajonado como está entre la Castellana y el deteriorado edificio que fue sede del Banco de Madrid, aquella banca pija de inversión que acabó en el desagüe de cien pleitos y un concurso de acreedores. Y aun así había huecos entre la gente, nada de los llenazos de la campaña.

La plaza queda a la sombra de la gran bandera de la plaza de Colón, y a la puerta del un bar americano frecuentado este domingo por perplejos turistas. Otras noches, la plaza Thatcher es dormitorio de indigentes. Sus residuos, latas y cartones rodeaban por los rincones al público más entusiasta, señoras de mediana edad con pulserita rojigualda y un par de hombres con la cruz de Borgoña requeté en el pecho venidos temprano a coger los mejores sitios.

José era uno de ellos. "He venido porque es la primera vez que un partido al que voto entra en el Congreso –explicaba-. Para mí esto es nuevo". Si bien se afilió cuando los socialistas le ganaron la moción de censura a Rajoy, José empezó a pensar más en política después de vivir lo que vivió como jardinero que trabajaba junto a la estación de Santa Eugenia el 11 de marzo de 2004, y que entró a recoger cadáveres

“Todo esto es muy raro, no se descarta el tongo”, le corroboraban unas señoras contrariadas por no sorpasar a Ciudadanos, en una concentración en la que muchos corrillos parecían tertulias de Intereconomía, incluso con los apodos propios de los medios que frecuenta la tribu: "Mira, Echeminga Dominga”, decían al ver a Echenique, el secretario de Organización de Podemos, en la tele.

"Bah, no las miréis, todas manipulan", les espetó otro espontáneo, Manuel, que ondeaba una enorme bandera española con una señera adosada en una caña de pescar telescópica, de esas que se usan para atrapar peces espada. "No soy catalán, es por apoyarles a ellos, pobrecillos", se explicaba. Y en cuanto Abascal salió y dijo a la gente que "una mayoría absoluta no habilita para un referéndum que destruya la unidad de España", él, sin soltar el banderón, se volvió al grupo animándole a gritar: "¡Puigdemont, a prisión!".