DESDE MADRID

Trapero y el estupor

el mayor josep lluis trapero a la llegada al Tribunal Supremo

el mayor josep lluis trapero a la llegada al Tribunal Supremo / periodico

José Antonio Zarzalejos

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El desarrollo de las pruebas testificales en el juicio del Supremo está causando estupor. Se trata de esa clase de asombro que disminuye la capacidad de respuesta ante el conocimiento de unos hechos que no solo desmantelan la versión canónica del secesionismo sobre lo acontecido en el otoño del 2017, sino que ofrecen, además, una perspectiva política distinta sobre el comportamiento de algunos cargos públicos catalanes que bien podría calificarse de grotesca.

Carles Puigdemont está saliendo muy mal parado de las declaraciones que bajo promesa de decir verdad han proferido algunos testigos. Mientras el “procesado rebelde”, como a él se refiere el fiscal Javier Zaragoza, hiperventila en Waterloo liquidando el espacio neoconvergente y anunciando su regreso, electo parlamentario europeo y protegido por una supuesta inmunidad, su ya escasa reputación política se está viniendo abajo en el salón de plenos del Alto Tribunal.

Ocurre que –al hilo de la destrucción de la credibilidad del expresidente de la Generalitat-, la ciudadanía catalana que ha sostenido y sostiene la legitimidad del proceso soberanista podría estar introduciéndose en un abismal sentimiento de decepción y, a la postre, de victimización por la impostura de dirigentes que les aseguraron la certeza de todo aquello que ahora se desmiente en el solemne ambiente de la sala de enjuiciamiento del Palacio de las Salesas en Madrid.

Los constitucionalistas se han sabido abandonados –en Catalunya y fuera de ella- por el Gobierno de Rajoy. Si albergaron alguna duda sobre su política pasmada, dejaron de mantenerla tras oír las testificales del expresidente, de Sáenz de Santamaría y del exministro del Interior, Juan Ignacio Zoido. Pero las bases soberanistas han sido –están siendo- mucho más crédulas y benignas sobre la coherencia de los comportamientos de sus dirigentes en la fase resolutiva del proceso soberanista en 2017.

La declaración del que fuera mayor de los Mossos d'Esquadra, Josep Lluís Trapero, resultó el pasado jueves el paradigma de una realidad que se oculta tras los discursos públicos y las aparentes decisiones martiriales de los líderes del independentismo. El hombre aclamado en Catalunya tras los terribles atentados de agosto del 2017, el máximo responsable operativo de la policía autónoma que parecía tan próximo e identificado con el Govern de Carles Puigdemont, el mando de un cuerpo armado de 17.000 hombres y mujeres bajo la dependencia funcional y orgánica del Ejecutivo catalán, se descolgó con una impensable adhesión a la Constitución, a las leyes y a las órdenes judiciales.

Se permitió, para que nada faltase, relatar con pelos y señales cómo, en compañía de otros responsables de los Mossos, advirtió y reconvino al presidente de la Generalitat, a su vicepresidente y al consejero de Interior, dispuesto, además, a detenerles con los demás miembros del Gabinete, si recibía la orden judicial de hacerlo que nunca se produjo, tiempo muerto que aprovechó el aguerrido Puigdemont para huir a Bruselas.

Efectos estupefacientes

¿De dónde ha salido este Trapero irreconocible? Nadie lo sabe. Si dijo la verdad –y no parece razonable que quiera acumular a sus imputaciones otra de falso testimonio-, la cúpula profesional de los Mossos d'Esquadra habría sido la quintaesencia de la constitucionalidad en Catalunya y toda la versión de su taimada complicidad con el objetivo secesionista se vendría abajo con estruendo. La numerosa militancia independentista estaría en su derecho a reaccionar airadamente ante la simulación del Trapero que compartía festejo veraniego en Cadaqués con Puigdemont en el 2016 y que pareció enfrentarse a los mandos policiales del Estado que trataban de impedir el referéndum ilegal (Trapero lo adjetivo así en el Supremo) sin  la colaboración de sus agentes según Perez de los Cobos, Nieto y Millo. Trapero como adalid del cumplimiento de la ley tan burdamente transgredida por los responsables políticos (y quizá por él mismo) con los que parecía estar tan sinceramente identificado genera efectos estupefacientes.

El fraude político del proceso soberanista aumentó su dimensión con la declaración del mayor, después de que el lendakari Urkullu provocase también una buena dosis de estupor al relatar la impotencia de Puigdemont el día 27 de octubre de 2017 para soportar las presiones de su entorno. En Ajuria Enea ha sentado peor que mal la insinuación del expresidente de la Generalitat sobre la “mala memoria” de Iñigo Urkullu, lo que garantiza unas pésimas relaciones entre el purgado PDECat y el PNV. Y así, entre Trapero y Urkullu, vamos de estupor en estupor hasta la muy verosímil conclusión de que Puigdemont y los otros líderes políticos y sociales que le acompañaron en la supuesta travesía a Ítaca compusieron un enorme “fake” político en el que nadie hacía lo que parecía y lo que parecía no respondía a la realidad.

Del desarrollo de juicio no se pueden deducir certezas penales pero sí políticas. El movimiento independentistas catalán –el de las bases- ha sido víctima de un engaño histórico, de una banalidad casi enfermiza de sus dirigentes y de una temeridad sin precedente en la política española y europea. Fuera de la Catalunya secesionista, la posverdad del proceso soberanista tranquiliza porque no parece que el león fuera tan fiero como lo pintaban; entre los catalanes independentistas, comienza a detectarse falta de capacidad de reacción –estupor- ante el espectáculo del destape de las mendacidades que se están escuchando. Hoy Torra se manifiesta en Madrid. En la prensa de la capital del viernes no se ha publicado ni una sola crónica sobre la manifestación que encabeza el presidente de la Generalitat en la capital. Y es que la vista oral está siendo una representación política –además de jurídica- demoledora. Tan políticamente demoledora como un esperpento valleinclanesco.