LA ENCRUCIJADA CATALANA

Puigdemont-Junqueras, el otro juicio del 'procés'

Oriol Junqueras y Carles Puigdemont

Oriol Junqueras y Carles Puigdemont / FERRAN SENDRA

Fidel Masreal / Xabi Barrena

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Las discrepancias públicas entre los actores políticos y sociales del independentismo son solo la punta del iceberg del cisma existente entre ellos. La sentencia del 1-O dará paso a una batalla todavía más descarnada que la actual. Batalla que pasa, de entrada, por una constatación políticamente muy incorrecta, que se explica en privado: "Ni Puigdemont ni Junqueras querían la DUI". La guerra comenzará, sí, en las versiones de lo sucedido entre el 1 y el 27 de octubre del 2017. Y continuará en una serie de batallas para lograr imponer el relato, la estrategia y, sobre todo, la hegemonía. Destrozando al adversario si es necesario, por mucho que este se proclame tan independentista como el que más.

Los hechos de octubre

Los moderados en la posconvergencia insistieron una y otra vez en pedirle a Carles Puigdemont que proclamara la indepedencia y, automáticamente después, convocara elecciones plebiscitarias para lograr la mayoría social que el 1-O no había reflejado. El 'expresident' intentó negociar y, de hecho, negoció con el Estado. Y alega que fue Mariano Rajoy quien le falló. Rajoy... y en el flanco interno, ERC y parte de la propia posconvergencia.

Actores sociales soberanistas implicados sostienen que tampoco Oriol Junqueras quería la DUI, pero que presionaba a Puigdemont para que proclamara la independencia pensando que no lo haría, y que los republicanos recogerían los frutos en las urnas porque Convergència, ahora PDECat, nuevamente no se habría atrevido a dar el paso. ERC, por su parte, reprochó y reprocha a Puigdemont que proclamara la independencia... y se marchara a Bruselas con algunos 'consellers'.

Esto que parece parte ya del pasado rebrotará tras la sentencia del 1-O con todavía más fuerza y con mucho más detalle. No habrá conclusiones inequívocas, dado que si Junqueras alega que quedarse era lo más honorable, habría que preguntarle qué opina de la decisión de su secretaria general, Marta Rovira, de marcharse a Suiza.

Al mismo tiempo, a Puigdemont se le podrá preguntar por qué no logró que todos creyeran en su plan de huida a Bélgica, incluidos algunos de sus propios compañeros y compañeras de partido. Compañeros que siguen creyendo que Puigdemont no dio la talla, porque le falta cuajo político y tiene posiciones cambiantes. Otros defienden una tercera vía, que pasaba por no convocar elecciones ni proclamar la independencia, es decir, mantener el pulso al Estado.

Los espacios políticos

La batalla en el seno de los partidos será total. Salvo en ERC, donde parece que hay calma, si bien un consejo nacional republicano de la pasada primavera vio cómo las bases forzaban la incorporación de la vía unilateral frente a un documento de la dirección con mucho más aroma pactista.

En el PDECat la guerra sí será total tras las municipales, si no antes. La confección de listas ya está mostrando vetos y amenazas entre el sector puigdemontista y los partidarios de la convergencia de centroderecha soberanista de siempre. La guerra no se destapa para no perjudicar los intereses electorales de alcaldes y alcaldables pero el menosprecio político y personal entre los principales actores de este espacio es absoluto. Y entre los puigdemontistas, la ofensiva incluye también ataques a Esquerra, a la que desean ver derrotada, finiquitada. Desaparecida.

La estrategia

La guerra es una guerra por el poder. Pero también se reviste de conflicto estratégico. Puigdemont no descarta volver si es investido, rodeado de decenas de eurodiputados, políticos y ciudadanos catalanes y cobertura mediática. Se guarda muchas cartas en la manga. Se muerde la lengua, de momento. Maniobra para colocar figuras externas a la política profesional en el espacio de la Crida y del PDECat.

Mientras, Junqueras marca el paso. Se avanzó a la posconvergencia anunciado su candidatura a las europeas, y se avanzó también a Puigdemont situando a Ernest Maragall como alcaldable por Barcelona. Y apuesta por una estrategia que muchos convergentes de peso creen adecuada: la de un crecimiento progresivo del independentismo, convirtiendo las elecciones en plebiscitos, manteniendo el pulso pero sin forzar la ruptura hasta disponer de esa amplia mayoría social.

El peso de la realidad

Los partidarios de forzar un nuevo choque con el Estado citan procesos soberanistas en los que hechos inesperados generaron la movilización definitiva. En este sentido, van alentando posibles espoletas: la investidura de Puigdemont o una movilización permanente en las calles. Algo que algunos de los fugados al extranjero animan a hacer -invocando que hacen falta sacrificios como los que ellos han hecho- y que, en cambio, desaconsejan vehementemente los moderados de la posconvergencia.

Los dispuestos a dar la batalla alegan que no existen más que dos opciones: rendición o república. Y desconfían del todo de las promesas del PSOE de abrir un proceso negociado. Pero los posconvergentes moderados responden a todo ello con una frase: la única que pondrá toda esta estrategia en su sitio es la realidad. La que denuncia cada día la ANC y que no es otra que la siguente evidencia: desde que el 'president' Quim Torra fue investido (es más, desde las elecciones del 21-D), el independentismo no ha hecho ni un solo acto de ilegalidad, desobediencia o desacato al Estado.

Ni el Parlament ha investido a Puigdemont a distancia, ni los diputados suspendidos han mantenido su escaño, ni se han vuelto a aprobar tal cual todas las leyes suspendidas por el Tribunal Constitucional, ni se ha restituido a los 'consellers' suspendidos por el 155.

Así pues, el relato de lo sucedido, la estrategia futura y el combate por la hegemonía se unirán en un tsunami perfecto tras la sentencia. Una guerra que será abierta, política, cívica y social, y que probablemente tendrá un único árbitro: el voto ciudadano en unas elecciones catalanas en las que, como siempre, se apelará a la unidad con más división que nunca.