Opinión | EDITORIAL
Por Catalunya, elecciones
El bloque independentista ha comprobado el 1-O los límites de una unilateralidad que le resta cualquier legitimidad
La estabilidad y la convivencia de Catalunya están hoy seriamente amenazadas. Este conflicto, que tuvo el 1-O su expresión más brutal, parece abocar irremisiblemente a una declaración unilateral de independencia (DUI), sin amparo legal ni legitimidad democrática, y a la liquidación total o parcial de la autonomía catalana, de efectos imprevisibles. No cabe resignarse ante la creciente tensión social y política; urge buscar alternativas respetuosas con la ley y la voluntad de los catalanes. Solo unas inmediatas elecciones pueden evitar la catástrofe, salvaguardar el autogobierno y verificar el verdadero apoyo social del independentismo.
No es fácil proponer soluciones ante la grave situación que padece Catalunya cuando no lo han hecho quienes debieran, abocándonos entre excesos y omisiones al callejón sin salida en el que estamos. La irresponsable contraposición independentista entre legalidad y legitimidad apenas deja espacio por donde transitar. Como recordaba ayer el Cercle d’Economia, el momento exige liderazgo e iniciativa política. El líder que dice ser Carles Puigdemont no lo es desde el momento en que se limita a esconderse tras las movilizaciones ciudadanas, que expresan un deseo respetable pero que deben encontrar cauces de expresión que no violenten las reglas compartidas ni generen en la mitad de la sociedad catalana el agravio que ahora alega la otra mitad. La declaración unilateral de independencia (DUI) es simplemente una concesión a la propia afición, dar cuerda a los más convencidos sin reparar en las consecuencias para la convivencia y para el propio autogobierno catalán. El independentismo errará si dilapida el crédito acumulado –sea poco o mucho– gracias a su tenacidad y civismo reincidiendo en el unilateralismo. Este ya ha demostrado sus límites en el conato de referéndum del 1-O y se harían aún más palmarios si el propósito fuera crear un Estado, como ha señalado acertadamente el exconseller Andreu Mas-Colell.
Volver al tablero del Estado de derecho
Puigdemont debe escuchar las voces de su propio partido, de sectores de Esquerra y de las entidades soberanistas que le piden que supedite cualquier paso en su camino hacia la independencia a una celebración previa de elecciones, convocadas bajo la legalidad española vigente y no bajo la suspendida por el Tribunal Constitucional. Asimismo, el independentismo debe volver al tablero del Estado de derecho y comprometerse a proteger los derechos de los catalanes, de todos, y a respetar los estándares democráticos de España y del resto de la UE. Nadie puede pretender que Puigdemont abdique de sus principios; solo que los defienda con respeto a la ley y atendiendo la voluntad popular expresada en unas urnas menos épicas que las del 1-O, pero plenamente legítimas.
Ofertas electorales compartidas
El Gobierno de Rajoy, lógicamente, no podría detener los procedimientos abiertos en los tribunales por el hecho de que se celebrasen elecciones. Pero sí podría, sin poner en peligro el orden constitucional, modular las iniciativas que son de su directa competencia: el despliegue de la fiscalía en los diversos sumarios abiertos, el extremo control de las finanzas de la Generalitat o el aplazamiento de medidas excepcionales como la aplicación del artículo 155, siempre que el bloque independentista no dé nuevos saltos al vacío. Igualmente, unas elecciones ordinarias permitirían al Gobierno del PP practicar en Catalunya la política que ha resignado en los últimos seis años y que ahora le reclaman, de manera prudente y educada pero también unánime, sus socios de la UE. ¿Por qué no pensar en la posibilidad de una oferta compartida en el programa electoral de los partidos que en el Congreso de los Diputados han colaborado en el freno al desafío catalán? Si, paralelamente, los partidos soberanistas hicieran lo propio en sus programas, los ciudadanos podrían indicarles a unos y a otros el camino a seguir el día siguiente de las elecciones, y ellos podrían negociar una síntesis que no precisaría siquiera de los inciertos intentos de mediación que proliferan en estos días cruciales. Se trataría de reconocerse recíprocamente la legitimidad de cada cual, en el entorno de una legalidad compartida hasta hace un mes.
El único camino transitable
La Constitución ha sido un fructífero marco de convivencia desde 1978. No conviene abandonarlo antes de tener un repuesto que goce, como mínimo, de los mismos apoyos que tenía hasta hace siete años, cuando las formas, no solo pero sí fundamentalmente, se perdieron a ojos de algunos en la sentencia contra el Estatut. Ese trayecto será largo y complejo, no permite unilateralidades ni excesos, pero es el único transitable. Vale la pena recorrerlo si la política asume como valor supremo la convivencia, que debe ser estimulada y promovida desde las instituciones. Las imágenes de los últimos días en el Parlament, en los colegios electorales, en los balcones de las casas o frente a los cuerpos policiales no se deben repetir.
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