40 AÑOS DE LA MATANZA DE ATOCHA

Alejandro Ruiz-Huerta, el último testigo

A sus alumnos de Derecho, el único superviviente que queda de la matanza de Atocha les explica que la democracia no llegó gratis a este país, sino que costó la vida de algunos hombres y mujeres buenos.

POR juan fernández

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El primero de los cinco tiros que le descerrajaron habría bastado para matarle, pero el azar quiso que un bolígrafo metálico frenara la bala a la altura del esternón. Los otros cuatro, los de remate, acabaron en una pierna, y no recibió más porque el cuerpo de su amigo Enrique Valdelvira cubría el suyo derrumbado sobre el suelo.

Llegó a perder la conciencia unos segundos y se despertó en medio de una orgía de sangre, rodeado por los cadáveres de cinco compañeros y entre los gritos de dolor de los otros tres que, como él, seguían vivos. Cualquiera que hubiera estado allí describiría la escena con dramatismo, pero Alejandro Ruiz-Huerta la detalla con frialdad de cronista y minuciosidad de forense, y solo se pone grave al hablar de lo que pasó dos días más tarde en las calles de Madrid, en el entierro de los muertos. "Nadie alzó la voz, no hubo gritos ni llamadas de venganza, sino solo silencio. El silencio digno con que fueron despedidos mis compañeros rompió, al fin, el bucle de la violencia de este país", afirma.

UNA RELACIÓN AMBIVALENTE

Cuarenta años después de participar en la tragedia que hay alojada en la partida de nacimiento de la democracia española, el último testigo que queda vivo de la matanza de Atocha confiesa relacionarse con aquel hecho con ambivalencia. Una parte de él, la humana, quisiera olvidar de una vez por todas lo que pasó y dejar atrás las cuatro décadas de trauma, miedo y complejo de culpa que lleva arrastrando desde entonces, que para él quedan. La otra, la política, le anima a mantener vivo el recuerdo del atentado y dotarle de significado histórico. Preside la Fundación Abogados de Atocha, dependiente del sindicato Comisiones Obreras y dedicada a honrar la memoria de las víctimas, y a sus 200 alumnos de la Universidad de Córdoba, a los que enseña Derecho Constitucional, les explica que la libertad no cayó del cielo en este país, sino que costó la vida de unos cuantos hombres y mujeres buenos.

Él podría haber sido uno de ellos, aunque aquel 24 de enero de 1977 nada le hacía sospechar que iba a convertirse en un mártir de la democracia. Con 29 años, recién incorporado al equipo de abogados próximo al Partido Comunista que operaba en los barrios de Madrid, Ruiz-Huerta había pasado la tarde en la oficina que tenían en Vallecas y por la noche debía reunirse con los compañeros del resto de barrios que, como él, se dedicaban a buscarle las vueltas a la legislación franquista para defender a los trabajadores en los tribunales. En el aire se respiraba la tensión: el día anterior había finalizado una dura huelga de transporte, acababan de morir varios manifestantes por disparos de la policía y esa misma mañana el GRAPO había secuestrado al teniente general Emilio Villaescusa.

AMENAZAS A CARMENA

Horas antes del atentado, Manuela Carmena, miembro del equipo de abogados, que se libró del tiroteo porque le pilló en la otra oficina que tenían en la misma calle de Atocha, recibió amenazas de muerte por teléfono. "Pero uno nunca tiende a ponerse en lo peor. Al menos, yo no. Ni siquiera cuando los pistoleros nos juntaron a todos en una sala y nos apuntaron con las pistolas, pensé que fueran a disparar", recuerda.

Ocurrió muy rápido, en cuestión de minutos: "Llamaron a la puerta y abrió Luis Javier Benavides. Yo estaba detrás de él y casi tropezamos. En seguida vimos que venían armados. A punta de pistola, nos hicieron caminar de espaldas, con las manos en alto, y mientras uno nos apuntaba, el otro se dedicó a ir por las habitaciones para arrancar los teléfonos y juntar en una sala a los nueve compañeros que a esas horas quedábamos en el despacho –relata Ruiz-Huerta–. Nos preguntaron por Joaquín Navarro, líder sindical del Transporte, al que llamaron "el andaluz de las pecas", y Javier Sauquillo les dijo que no sabía dónde estaba. En ese momento, en pleno nerviosismo, uno de ellos se golpeó el brazo con el quicio de una puerta y se le disparó el arma. A continuación se desencadenó el tiroteo".

TIROS DE GRACIA

A la primera ráfaga de disparos, que tumbó a los nueve sobre el suelo, le siguieron los tiros de gracia. Los ultras José Fernández Cerrá y Carlos García Juliá, miembros de un comando de la Alianza Apostólica Anticomunista, conocida como la Triple A, vaciaron sus pistolas sobre la montonera de cuerpos mientras su compinche, Fernando Lerdo de Tejada, vigilaba en la entrada. "Cubierto por Enrique, sentí la quemazón de las balas clavándose en la pierna. Luego se hizo el silencio", revive.

Esa noche, Ruiz-Huerta fue el último en abandonar el despacho. A los gritos de socorro llegaron vecinos, barrenderos y gente que pasaba por la calle. Aparecieron la policía, el personal sanitario y la autoridad judicial, y pudo ver cómo se llevaban los cuerpos de sus amigos muertos y al resto de heridos antes de agarrar un taxi y marcharse al Hospital 12 de Octubre sin ser consciente aún del estado de su pierna.

Tardó seis meses en colgar las muletas, pero la otra herida, la que no permite hilos de sutura, se demoró más en cicatrizar. Que a los pocos días, estando aún en el hospital, recibiera amenazas de muerte, tampoco ayudaba a superar el 'shock'. "Durante muchos años he vivido con miedo. Es una sensación extraña y difusa. De pronto se te acelera el corazón cuando oyes pasos detrás de ti en la calle o te sientes incómodo si estás en un restaurante sentado de espaldas a la puerta", explica.

Pero aquel atentado forma ya parte de su vida, como esas balas que se quedan incrustadas en el interior de un organismo sin poder ser extraídas y acaban haciendo masa con la propia carne.

Siente que tiene una misión, sobre todo desde que la muerte de Lola González Ruiz, ocurrida hace dos años, le dejara como único testigo vivo del atentado. "Me indigno cuando oigo decir que la Transición fue un acuerdo entre castas políticas para que nada cambiara. No, señores, la democracia fue posible porque algunos dieron la vida por ella y otros tuvieron la valentía de aguantar para desactivar la violencia", afirma.

Hace años publicó un libro, 'La memoria incómoda: los abogados de Atocha', donde rendía homenaje a sus compañeros muertos y ahora, que está a punto de jubilarse, se ve a sí mismo continuando con su apostolado. Su vida, dice, se resume en un verso de Paul Éluard: "Si el eco de su voz se debilita, pereceremos".