1714-2014 / CRÓNICA DE UN ONZE DE SETEMBRE TRÁGICO

La 'desfeta' catalana

El próximo jueves se cumplirán 300 años de la caída de Barcelona, devastada por las tropas borbónicas después de 14 meses de asedio. Culminaba así una contienda, la primera a escala mundial, que dirimió el equilibrio europeo y despojó a Catalunya de sus libertades.

Rafael Casanova

Rafael Casanova / periodico

POR OLGA MERINO

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En el principio de los principios, la guerra de Sucesión, uno de los episodios más polémicos de la historia de España, arrancó el 1 de noviembre de 1700 al morir sin descendencia Carlos II, el último de los austrias españoles, a quien apodaban El Hechizado, un monarca de constitución enfermiza por los matrimonios consanguíneos de la familia real. En su testamento, el soberano había nombrado como heredero del trono hispano al duque de Anjou (Felipe V para sus partidarios, nieto de Luis XIV), decisión que despertó suspicacias en Europa. ¿Dos borbones a ambos lados de los Pirineos? ¿La posibilidad de que conformaran un bloque bajo un mismo monarca? Impensable.

Así, ingleses, holandeses y el Sacro Imperio Romano Germánico sellaron la Gran Alianza y propusieron al archiduque Carlos (Carlos III para sus adeptos, otra rama de los austrias) como candidato alternativo. La dinastía de los Habsburgo (la Casa de Austria) contra la de los borbones: el conflicto bélico estaba servido, un conflicto que se libró sobre todo por el equilibrio europeo y para dirimir el dominio marítimo y colonial.

De puertas adentro, el vacío sucesorio dio lugar a una guerra civil que se focalizó sobre el territorio en función de la cultura política y de la realidad social: la Corona de Aragón (mayoritariamente austracista) y la de Castilla (felipista). Dicho a grandes rasgos, porque hubo zonas en Catalunya que apoyaron a Felipe V, y el archiduque Carlos tuvo partidarios-algunos muy importantes-en Castilla y Andalucía. En palabras del hispanista John H. Elliott, la guerra de Sucesión fue «una tragedia (la

 

represión y despojamiento de Catalunya de sus libertades) dentro de otra gran tragedia (la crisis imperial española)». Porque, en efecto, España tuvo que pagar una factura altísima para mantener a los borbones en el trono, con la amputación de importantes posesiones territoriales en Europa y la pérdida del control sobre el casi monopolio comercial con las Américas.

Al calibrar la naturaleza de la guerra civil, a veces se han traspasado las líneas que separan la historia de la política, e incluso podría decirse que algunos de los actos convocados para conmemorar el Tricentenari han ido a remolque de la agenda soberanista. Según el historiador Joaquim Albareda (Manlleu, 1957), uno de los grandes expertos mundiales en el periodo, «aquella guerra fue muy compleja, demasiado, para explicarla de forma maniquea como se ha hecho a menudo, tanto desde Catalunya como desde España».

Los historiadores consultados rechazan de forma unánime que el conflicto fuera una guerra entre España y Catalunya. El especialista José Calvo Poyato (Cabra, Córdoba, 1951), doctor en Historia por la Universidad de Granada, recuerda que en un opúsculo titulado Lealtad Cathalana, publicado en 1714, se afirmaba que «Barcelona luchaba por la libertad de Catalunya, por la libertad de la Corona de Aragón y por la libertad de España». Y aduce que una prueba de la utilización interesada que se ha hecho del Tricentenari sería el simposio celebrado a finales del año pasado, bajo los auspicios de la Generalitat y con el título de Espanya contra Catalunya: una mirada històrica (1714-2014). El hispanista Elliot lo calificó de «disparate».

 

Para algunos, también habría que embridar el discurso sobre el expolio catalán después de 1714. «Eso es rotundamente falso», afirma el historiador británico Henry Kamen (Rangún, Birmania, 1936), entrevistado por el compañero Juan Fernández tras la presentación en Madrid de su último ensayo: España y Catalunya. Historia de una pasión (La Esfera de los Libros). Durante los siglos XVIII, XIX y XX, Catalunya fue «la región más rica y próspera» de España; prueba de ello, aduce Kamen, es que «en el desastre de 1898, cuando España perdió su poder en América, la zona que peor lo pasó, la que más se resintió, fue Catalunya, porque era la que más comerciaba con América».

 

Políticas confrontadas

Durante años, la historiografía-Kamen incluido- había abrazado el mito de que Felipe V puso los cimientos del Estado moderno y que el ascenso de los borbones supuso la derrota de un régimen decadente, plagado de residuos feudalizantes. Y es aquí donde habría que introducir muchos matices. En las últimas décadas, historiadores catalanes han dado la vuelta a esa interpretación y defienden que el régimen de gobierno local era participativo, protodemocrático.

Este sería el caso del profesor Albareda, autor de La Guerra de Sucesión de España, 1700-1714 (Crítica, 2010), uno de los mejores compendios sobre el episodio, para cuya elaboración buceó en 18 archivos. En su opinión, lo que se sucedió entonces fue «una confrontación entre dos culturas políticas muy diferentes». Por un lado, el modelo pactista o constitucionalista (los austracistas), «muy vigoroso después de las Cortes de 1701 y 1705», que perseguía la prevalencia de la ley por encima de la corona y amparaba beneficios sociales para la mayoría de los catalanes frente al poder monárquico. Por otro, un concepto más jerárquico (Casa de Borbón), de obediencia casi sagrada al monarca, sin dar opción a que las decisiones pudieran ser discutidas en las cortes. «La evolución catalana hacia el parlamentarismo era más moderna que el absolutismo que triunfaba en el continente y que impuso Felipe V», afirma Albareda.

Además, difícilmente podría considerarse «modernización» al régimen represivo y brutal que se inauguró con los decretos de Nueva Planta, a la militarización de las estructuras políticas y a la imposición de una fiscalidad abusiva sin la aprobación de las Cortes. Las reformas que elaboró el llamado despotismo ilustrado no dieron grandes resultados en aspectos decisivos (hacienda, agricultura, libertades) y, en buena parte, estuvieron encaminadas a fortalecer el poder del rey.

Sobre el tapete estratégico, la causa austracista en los territorios de la Corona de Aragón -reducidos a Catalunya tras la derrota en Almansa (1707)- y los anhelos catalanes de conservar sus constituciones empezaron a torcerse en 1711, casi por un capricho del azar: el 17 de abril falleció de forma inesperada (y sin descendencia) el emperador José I, con lo que el título imperial pasó a manos del archiduque Carlos, su hermano menor. Aquella muerte cambiaba por completo el panorama político de Europa.

En palabras del profesor Calvo Poyato, autor de numerosas investigaciones entre el final de la Casa de Austria y la llegada de los borbones a España, para la austracista Inglaterra resultaba una opción suicida seguir apoyando la candidatura al trono de España de quien acababa de obtener el título imperial; por el contrario, salía más a cuenta tragar con Felipe V, siempre y cuando este renunciara formalmente a cualquier derecho sobre la corona de Francia. Los difíciles tratados de paz de Utrecht y Rastatt echaban a rodar, y Londres dejaba a los catalanes en la estacada.

De hecho, si alguien resultó la gran beneficiaria de la guerra de Sucesión -dinastía borbónica aparte, claro- fue Inglaterra, que se hizo con la isla de Menorca, el peñón de Gibraltar e importantes concesiones para comerciar al otro lado del Atlántico, como el derecho de asiento (autorización para llevar a las colonias españolas hasta 144.000 esclavos negros) y el navío de permiso (un barco que podía introducir hasta 500 toneladas de mercancías al año, libres de aranceles).

414 días atroces

Catalunya defendió, de forma heroica y desesperada, sus libertades, que se encarnaban entonces en tres grandes instituciones: la Diputació del General (Generalitat), el gobierno municipal del Consell de Cent y el Brazo Militar. ¿Fue la resistencia a ultranza la mejor de las opciones? Sostener lo contrario sería un estúpido ejercicio de historia-ficción, si bien cabe recordar que la fidelidad de vascos y navarros a Felipe V -y la financiación de sus campañas militares- hizo que el Borbón respetara sus fueros. El caso de los catalanes rodó durante años por las cancillerías europeas, pero Felipe V se mantuvo inflexible: aun cuando había jurado respetar las leyes del Principado, consideró que la rebelión de 1705 en favor del archiduque Carlos había sido un acto de traición.

El cerco sobre Barcelona, una defensa numantina capitaneada por Rafael Casanova, conseller en cap de la capital, y Antoni de Villarroel, comandante supremo de las tropas, se extendió durante 414 días atroces, de hambre y carestía, en los que llovieron sobre la ciudad 40.000 proyectiles, uno por cada uno de los habitantes que se presume tenía entonces la ciudad. El ataque final comenzó a las 4.45 de la madrugada del 11 de septiembre de 1714. Después, la devastación.

Si queda una lección por aprender de lo acaecido hace 300 años, alguna clave para la comprensión del presente, es que Catalunya tiene una identidad y una cultura política propias. Como señala el historiador Albareda, «solo el pleno reconocimiento de esta realidad y del carácter plurinacional de España servirá para rehacer puentes de diálogo». En verdad, la exacerbación de los nacionalismos nunca fue, en ninguna parte, el mejor pasaporte para la convivencia.