EL PAPEL DE LA PRINCESA

Las señales de Letizia

ANTONI GUTIERREZ RUBÍ

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En el 2011, durante el acto de entrega de los premios Fundación CNSE, la princesa Letizia finalizaba  su intervención utilizando la lengua de signos española (LSE), reconocida  oficialmente desde el 2007. No fue un recurso protocolario, tan habitual en la  política, con la intención de agradar al público de acogida utilizando su misma  lengua. Fue una señal, una actitud, un ejemplo. Aunque fue una intervención  breve, se preparó y lo hizo con sentido y compromiso. El hecho, que pasó  desapercibido para la mayoría de la opinión pública, es una metáfora  perfecta de los desafíos públicos e institucionales a los que se enfrenta la  futura reina: hablará con signos y señales, más  que con palabras. Una reina casi silente, pero muy presente. Una reina de  liturgias y símbolos. Las formas, una vez más, serán fondo. 

Letizia va a  estar sometida, todavía más, a un escrutinio feroz que va a poner a prueba su temple  y serenidad, y una voluntad férrea para controlar sus instintos y emociones.  De su preparación  para el autocontrol y de su capacidad de subordinación al guion que le  propongan, convenga o decida (ahí estará parte su posible autonomía), dependerá  el «éxito» de su misión. De ella se espera que haga lo que debe hacer,  que no improvise, que no sea un verso libre. Al contrario. El juicio de valor  permanente e insaciable que escudriñará e interpretará desde el vestuario al  rictus, será una constante en su reinado. Su cuerpo hablará. Sus ojos, serán sus  palabras; su gesto, la ortografía; su pose, la sintaxis. 

Prueba de  fuego

Esta presión pública, evaluativa e interpretativa, va a ser una  auténtica prueba de fuego para ella, para su matrimonio y para la institución  que va a representar. Y pronto va a comprobar, otra vez, como sucedió en su  etapa profesional, la norma perversa con la que se juzga a las mujeres en  nuestra sociedad. La norma del doble rasero: en igualdad de condiciones, a las  mujeres les cuesta el doble llegar a los lugares de responsabilidad, y se las  juzga doblemente; es decir, se les perdonan la mitad de los errores que a los  hombres. 

Letizia, aunque sea reina, es mujer, y padecerá una particular  mirada misógina y machista a su «actuación», que se acentuará, todavía  más, en el marco de un modelo familiar tradicionalista donde los patrones de  comportamiento están tan establecidos. Paradójicamente, de Felipe se espera que  sea diferente a su padre y de Letizia que sí se parezca a su suegra. Así  estamos. Con el cliché puesto. 

Se ha instalado una prejuiciosa atmósfera  sobre ella. Mientras que nadie duda de la preparación del Príncipe, los temores  y rumores sobre la preparación de la Princesa concitan una alianza de intereses  contradictorios: desde los nostálgicos que siguen bramando por el carácter  plebeyo de su condición (al que hay que añadir su divorcio), hasta los  mercaderes de vidas ajenas (que ven en ella un filón inagotable para sus  intereses), que aspiran a ver fracasar la Monarquía por su supuesto talón de  Aquiles. 

Pero Letizia no debería distraerse −ni obsesionarse− en este clima  viciado y enrarecido, de estancias con ventanas cerradas, tan propias de los  palacios, sino centrarse en diseñar una puesta en escena pública con un papel  específico, complementario y autónomo al de mera consorte. ¿Es posible? 

La  esposa de Felipe puede aportar a la Monarquía registros imprescindibles para  añadir capas  de legitimidad social al candado institucional, político y mediático con el  que llega tras la abdicación. Será proclamada Reina, pero para ser querida,  aceptada y sentida como tal le hará falta algo más que compromisos y acuerdos de  Estado. Lo está comprobando estos días con su hija primogénita y heredera al  trono, Leonor, princesa de Girona, condesa de Cervera, duquesa de Montblanc y  señora de Balaguer, cuyos alcaldes ya le  han pedido que renuncie a estos títulos

Asumir u optar

Del  grado de conciencia que tengan Felipe y Letiza sobre la diferencia entre la  unanimidad o la mayoría de los afectos recibidos, y del apoyo real de la  ciudadanía a la institución que representan, dependerá −en buena parte− el éxito  de su desafío. Hay una gran diferencia entre aceptar y elegir. Convenir y  desear. Asumir u optar. Y no me cabe duda de que los  futuros reyes saben −y entienden− la diferencia entre lo posible  y lo necesario. Entre lo impuesto y lo puesto. Entre lo legal y lo  legítimo.

La futura Reina puede −y debe− demostrar con su agenda, sus  prioridades y sus señales (verbales y no verbales) que no está para servir ni de  adorno, ni de muleta. Que su papel de referencia no es el cuché de las  revistas, sino el de la identificación con la compleja y diversa sociedad  española y, en especial, con los sectores más jóvenes, urbanos y dinámicos,  precisamente los más refractarios a todo lo que ella representa. Letizia tiene  garantizado el trono, no el éxito ni el crédito. En estas condiciones, no  resulta un asiento muy estable ni cómodo.

De bajarse del trono va la cosa, no de subirse a él. Esperaremos sus señales