EL TREN DE SANTA EUGENIA

Aferrados a la vida

Diez años después, los supervivientes del 11-M diluyen la tragedia en las ganas de vivir

Al amanecer 8 Un tren de cercanías con destino Atocha se detiene en la estación de Santa Eugenia.

Al amanecer 8 Un tren de cercanías con destino Atocha se detiene en la estación de Santa Eugenia.

IOLANDA MÁRMOL
MADRID

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El tiempo es un viaje de escalas infinitas, donde aprendemos y enseñamos algo. Los versos de Mario Benedetti describen bien el avatar de los viajeros que sobrevivieron al 11-M. Porque con las explosiones aprendieron cuánto vale la vida y, diez años después, siguen subiendo al mismo tren, ahora conscientes de que el futuro empieza cada día a las siete de la mañana. A esa hora hay un Madrid que duerme y otro que se despereza temblando de frío en estaciones como la de Santa Eugenia, un barrio de las afueras donde explotó una de las bombas aquel 11 de marzo. Los viajeros hacen girar los tornos, tíquet en mano, mientras los primeros rayos de luz borran las últimas estrellas. Se conocen casi todos, porque son los rostros habituales, misma hora de lunes a viernes. Mientras suben al tren, los mira, emocionada, Jara. Es la vigilante de seguridad de la estación y para ella, ayer, día del aniversario del 11-M, no era un día más.

«La gente que sobrevivió viene cada día y coge el mismo tren. Pero otros han quedado tocados de por vida. Como el vigilante que estaba antes que yo, el abuelo, que fue a ayudar a un chaval y vio su cráneo vacío», recuerda Jara. Una vecina de Santa Eugenia, Margarita, vive justo delante de la estación, de modo que cuando escuchó la explosión salió de inmediato al balcón. «Que no vuelva a pasar, hija, porque eso es imposible olvidarlo. Estaban los cadáveres tumbados en las vías y yo solo quería evitar que mi niña, que tenía tres años, lo viese», dice Margarita segundos antes de subir al tren.

El tren que estalló en Santa Eugenia es el primero del amanecer. La mayoría de los viajeros que se salvaron vuelven a subir cada mañana para llegar hasta Atocha. Están vivos por azar. Porque estaban enfermos, o decidieron ir en coche, o cambiaron el turno a un compañero, o se durmieron un minuto más entre las sábanas. Todos tienen una historia personal del 11-M, un regalo del destino. «Ese día yo entraba algo más tarde, pero mis dos hijos iban en el tren. Me estaba afeitando cuando escuché la explosión», explica José. No está cómodo contándolo, y se le nota, porque es recordar un miedo devastador, el que sufrió hasta comprobar que sus hijos se habían salvado. «A mí me da reparo todavía, lo admito. Ese día me dormí y vi la explosión cuando iba a cruzar al andén. Me salvé por segundos», recuerda Mari Carmen, mientras sube al tren, destino Atocha.

Cerrando heridas

Dentro, los viajeros que subieron en Alcalá de Henares consiguieron un asiento y roban al sueño una última cabezada. Otros, de pie, se agarran a las barras mientras leen titulares que hablan de la amenaza yihadista y las heridas que permanecen abiertas. Pero aquí, en el tren de los muertos, los viajeros suben cada día y van cerrando esas heridas, conscientes de que la vida sigue. El tren llega a Atocha, y algunos toman un café rápido en la estación antes de dispersarse por la capital. Son las ocho menos cuarto, y en el bar suena  Dire Straits, The walk of life: Y después de toda la violencia, luchas y problemas, solo queda una canción, seguir el camino de la vida.