TESTIMONIOS DE LOS DESMANES DE LA DICTADURA

Justicia para hacer historia

Rosa Puig y Anna Maria Torelló, en la calle de la Església de Arenys de Mar.

Rosa Puig y Anna Maria Torelló, en la calle de la Església de Arenys de Mar.

EL PERIÓDICO / BARCELONA

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«Que se sepa la verdad» y se condene «al régimen, a los responsables políticos y a los torturadores». Que se ponga en evidencia «la desmemoria y la ausencia de condena» del franquismo. Eso es lo que quieren las víctimas de la dictadura, que han tenido que esperar casi 40 años desde la muerte de Franco para poder llevar sus casos ante la justicia. Aunque por culpa de una ley que amnistió a los presos políticos, pero también a sus torturadores, han tenido que cruzar el charco para presentar la denuncia.

El 14 de abril del 2010, los familiares de dos víctimas presentaron ante la Cámara Federal de Buenos Aires una querella contra los crímenes del franquismo amparándose en el principio de justicia universal. La jueza María Servini ha admitido desde entonces centenares de adhesiones. El 23 de octubre, aceptó la querella que presentó ERC por el fusilamiento de Lluís Companys y 47 funcionarios republicanos. Los últimos en sumarse al proceso han sido 47 represaliados del PSUC y CCOO, quienes a través de ICV registraron el pasado 11 de diciembre su denuncia en el consulado argentino.

Rosa Puig es una de ellos. Su tío Joaquim Puig Pidemunt fue fusilado el 17 de febrero de 1949 en el Camp de la Bota acusado de hacer descarrilar un tren en Galicia. «Una farsa», subraya indignada Rosa.

Afiliado al PSUC desde 1936, cuando acabó la guerra civil se exilió a Francia. Allí fue capturado por los nazis y llevado a un campo de concentración, del que escapó. Fue entonces cuando pasó a formar parte de la dirección del partido. En 1945, regresó de forma clandestina a Catalunya y se encargó de dirigir el diario Treball. De la imprenta salía cuando le detuvieron, en abril de 1947. Su sobrina y su cuñada, Anna Maria Torelló, explican que el mismo día que lo fusilaron, la madre de Puig Pidemunt fue a visitar al entonces obispo de Barcelona, Gregorio Modrego, para pedirle que intercediera por su hijo. «No se preocupe, no le pasará nada», le dijo. Tras visitar al obispo, se dirigió a la cárcel. Allí, un celador le entregó la ropa de su hijo y una carta. «Maldito beso el que le di a aquel anillo, porque cuando estaba allí [con el obispo], mi hijo ya estaba muerto», explica Rosa que decía siempre su abuela. Sin embargo, esta crueldad del destino permitió que pudieran enterrarlo en un nicho y con su nombre en una lápida, en lugar de en la fosa común de Montjuïc. Los hombres de la familia fueron más tarde a buscar el cuerpo. Estaba en una caja de madera, boca abajo, con las manos esposadas a la espalda y un tiro en la nuca.

«Un día u otro se conocerá la verdad, la auténtica verdad. Este es un consuelo para mí, como ha de serlo para todos vosotros», escribió Puig Pidemunt a su familia. Una familia que sigue luchando por que se sepa «la verdad», «que lo mataron porque le dio la gana a Franco». Rosa también recuerda que no supo por qué fusilaron a su tío hasta el año 1977. «Cuando se murió la iaia, nos dieron la carta y nos lo explicaron todo», explica antes de subrayar: «Nos pareció increíble que 10 años después de la guerra hubiera pasado algo así».

Estado de excepción

Pero esas cosas pasaban 10 años después de la guerra. Y 30 años después, también. En diciembre de 1970, coincidiendo con el estado de excepción decretado por el régimen durante el proceso de Burgos contra 16 etarras, la Brigada Político-Social detuvo a Carles Vallejo, trabajador de Seat y militante en la clandestinidad de CCOO y el PSUC. El estado de excepción supuso que quedara en suspenso el límite de 72 horas de detención incomunicada. Vallejo pasó 21 días en la comisaría de Vía Laietana sufriendo torturas. Aquello fue «muy duro», hasta el punto de que su estancia posterior en la Modelo la vivió como «una liberación»: «Como mínimo, en la prisión no tenías la dinámica de la tortura».

«Mis cargos fueron por actividades hoy legales. Me acusaron de asociación ilegal y propaganda», recuerda este trabajador, a quien la policía le atribuyó también un delito de agresión «para subir la condena».

«Si la causa argentina sirve para poner en evidencia las carencias de este país, su desmemoria, bienvenida sea», afirma Vallejo. A su juicio, España no ha realizado una revisión crítica de su pasado ni ha reconocido los errores cometidos. De hecho, añade, las estructuras del Estado franquista todavía perviven. Y como ejemplo, explica lo que le dijo el «jefe de los torturadores», el comisario Genuino Navales, durante su detención: «Yo soy policía profesional con Franco, seré policía profesional con la democracia y seré policía profesional cuando gobiernen los tuyos». Y así fue. Durante el Gobierno de Felipe González, le nombraron director general de Protección Civil.

En el año 1971, la policía lo volvió a detener y lo soltaron con la condición de que se fuera al exilio. Estuvo cuatro años en Francia e Italia y, gracias a la amnistía parcial de 1976, pudo regresar a España. Sin embargo, a pesar de beneficiarse de ella, Vallejo cree que «los beneficiarios desde el punto de vista del gobierno de entonces eran los verdugos, los que tenían responsabilidades políticas y criminales».

En este punto coincide Francisco Téllez. Su caso difiere de los dos anteriores porque cuando sufrió la represión franquista, el dictador hacía 22 días que había muerto. Téllez, fontanero que trabajaba en la construcción, fue detenido por la Guardia Civil el 12 de diciembre de 1975 durante una jornada de lucha convocada por CCOO. Él militaba en el sindicato y en el PSUC y era el encargado del aparato de propaganda en la agrupación de Santa Coloma de Gramenet.

Estuvo 72 horas en el cuartel de Badalona sufriendo todo tipo de torturas. «Estuve horas y horas tendido en una mesa y ellos dándome con gomas en los pies, en las manos, puñetazos... Me pusieron una vela bajo los testículos. Me amenazaron con matarme y tirarme al mar. Y con hacerle lo mismo o algo peor a mi mujer», explica Francisco. Su mujer, Epi Román, le esperaba en casa de sus suegros con un niño de dos años y medio y los gemelos de tres meses.

Tras la monumental paliza, el 14 de diciembre el juez decretó que fuera ingresado en el Hospital Clínic, donde permaneció hasta el 30 de enero. Su caso tuvo un gran eco en la prensa internacional, y la ONU y Amnistía Internacional se interesaron por él. «Sirvió para sacar a la luz lo que la dictadura había estado haciendo durante toda su existencia», sostiene. Ahora, quiere que la querella argentina ayude a «hacer historia»: «Que se busque a los muertos en las cunetas y se condene a los torturadores».