el personaje de la semana

¿El más listo de la clase?

El diputado socialista José Zaragoza ha sido forzado a dimitir como miembro de la ejecutiva del PSOE a raíz del escándalo del espionaje. Era un hombre que sabía demasiado en un mundo en el que siempre suele haber alguien que sabe un poco más

José Zaragoza.

José Zaragoza. / TÀSSIES

TONI AIRA

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No es lo mismo ser inteligente que ser listo. Pero en el caso de José Zaragoza aquí las diferencias no importan. Él ha sido siempre las dos cosas. Ahora que ha tenido que dimitir de sus cargos en el PSOE por el caso de espionaje de Método 3 parecerá que nada de todo ello le ha servido de mucho, pero no se equivoquen, en realidad su manera de ser y de proceder lo explica todo.

Todo el mundo (políticos y periodistas en especial) era consciente de lo mucho que sabía Zaragoza, lo muy hábil y audaz que era manejando información, y lo muy dispuesto que estaba siempre a utilizarla sin manías si eso le aseguraba sus objetivos. Es en este sentido que el problema para el aún diputado socialista en el Congreso ha sido, no tanto ser el más listo de la clase (o de su partido), como creérselo y actuar en consecuencia durante buena parte de su carrera política. Lo restregó demasiado a la cara de muchos.

Son muchas las leyendas urbanas que corren a propósito del papel real y del interés oscuro que pudiera tener Zaragoza en la famosa grabación de la animada charla de Alicia Sánchez-Camacho en el restaurante La Camarga. Pero son muchos más los periodistas que se enteraron un buen día de que Xavier García Albiol no vivía en Badalona cuando se presentó a la alcaldía de la ciudad. Y todos ellos recuerdan perfectamente la fuente de esa información. ¿Verdad que lo entienden? Todo el mundo sabe lo mucho que sabía Zaragoza y así pocos dudan ahora de las nada edificantes informaciones que apuntan a cómo lo habría conseguido en parte. Eso le ha dado la estocada. El saber tanto. El haber sido tan listo a ojos de tantos.

Sin hilos en la sombra

«Arrieros somos y en el camino nos encontraremos», dice la frase popular. Y el caso es que en el momento más crudo de Zaragoza nadie ha salido en su defensa. Muy al contrario, han salido voluntarios hasta de debajo de las piedras para echarle una mano al cuello. ¿Por qué? Lo tiene claro un compañero suyo de partido: «Cuando mandaba, era temido más que respetado». Hacía tiempo que eso ya no pasaba y se ha dejado notar. Ya no mandaba. Ya no movía hilos en la sombra. Ya no pilotaba ninguna estructura de poder desde la sala de máquinas. Mientras lo hizo, lo ejerció sin demasiados miramientos con nadie. Ahora parece que nadie los ha tenido con él.

Siempre con una sonrisa a punto, a menudo de suficiencia, era capaz de tejer alianzas imposibles con teóricos antagonistas políticos en las antípodas ideológicas del PSC. Era así y a la vez era capaz de verbalizar a gritos la sarta de insultos más contundentes y variados a la cara de una compañera de partido, por ejemplo para cuadrarla ante su condición de miembro heterodoxo de la Ejecutiva del PSC. Y todo, siempre, a mayor gloria de su partido, de su líder José Montilla y del muy buen concepto que Zaragoza tenía de sus aptitudes para ser un gran fontanero de la política. No le importaba mancharse las manos. Siempre hay alguien que debe ponerse a ello. ¿Por qué no el más hábil?

De entre los spin doctors, de entre los estrategas políticos del país, Zaragoza se sabía en el podio y se reivindicaba en lo más alto. De David Madí, durante años el gran estratega de Artur Mas, Zaragoza llegó a decir con sonrisa socarrona: «Él hace que su jefe gane elecciones, yo hago que el mío sea presidente». Madí, por su parte, le dedicaría en su libro Política a sang freda una polémica descripción de lo que para él era el proceder de Zaragoza: el de un quinqui. Siempre compitiendo por ser el número uno de entre los rasputines locales, paradójicamente (o no), cuando la disputa quedó en empate y por fin Madí hizo president a su jefe y Montilla cayó, empezó el crepúsculo de la carrera política de estos dos grandes asesores electorales. Madí camino de la empresa privada y Zaragoza con destino a lo que más adelante en el PSC se conocería como la batalla de Madrid. Se intuía viaje sin retorno.

Montilla había pasado y Pere Navarro tenía claro que debía intentarlo a su manera y con su equipo. O sea, sin un Zaragoza y un Miquel Iceta que habían formado con Montilla un tridente que acumuló durante años las mayores cuotas de poder en las instituciones catalanas y en el PSC, los tres comandando desde la planta 4 de la sede del partido en la calle Nicaragua de Barcelona. Navarro no repetiría trío. Iceta no controlaría el Grupo Socialista en el Parlament y se dedicaría a la fundación Campalans, mientras que Zaragoza iría de diputado al Congreso, con la función de desplegar sus artes agitadoras y de movilización de tropas, ahora al servicio de la candidatura de Carme Chacón para liderar el PSOE.

Si alguien podía hacerlo realidad, ese era Zaragoza. El más listo de la clase, ¿recuerdan? El más dispuesto a lo que sea, ¿lo captan? Y a punto estuvo de conseguirlo. Pero no. Se topó con otro ejemplar destacado de su especie, brillante como él para los eslóganes, también con muy buena y variada información sobre propios y extraños, y hábil como pocos (Zaragoza incluido) en su manejo. Se topó con Alfredo Pérez Rubalcaba, un rasputín que llegó a líder. Eso sí que es ser el más listo de la clase.