Análisis

Un paso más en la deriva centralista del Estado

ENOCH ALBERTÍ

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La reforma constitucional aprobada, además de otras consideraciones críticas que merece, representa un paso más, e importante, en la tendencia recentralizadora que, desde hace tiempo y especialmente desde la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut de Catalunya, es posible observar en España, y que tiene continuidad en otros episodios, como el de las sentencias del Tribunal Supremo sobre el régimen lingüístico de la enseñanza. No son cuestiones de detalle. En la sentencia sobre el Estatut se redujo de manera muy notable el campo de la constitucionalidad, la interpretación de cuáles eran los márgenes dentro de los cuales se podían tomar decisiones y se podía desarrollar el sistema autonómico que se puso en marcha con el texto de 1978. La Constitución se empequeñeció y quedaron fuera opciones que, hasta el momento, se había considerado que tenían cabida en ella. Ahora, con la reforma, esta exclusión no solo se acentúa sino que además se nota en el aire un cierto aroma de refundación, y no en una línea autonomista, se diga federalismo, Estado plurinacional o simplemente España plural.

Esto es así tanto por el contenido de la reforma como por la manera en que se ha llevado a cabo. Respecto del contenido, la única novedad que aporta el nuevo artículo 135, aparte del establecimiento explícito de un principio de prioridad absoluta en el pago del principal y los intereses de la deuda pública, es el reforzamiento del poder central frente a las comunidades autónomas. No hay, sin embargo, propiamente, innovaciones normativas en esta materia, ya que el Tribunal Constitucional, en sentencia reciente, de julio pasado, ya ha reconocido expresamente al Estado la capacidad para hacer lo que prevé el nuevo artículo 135, como la sujeción de todas las administraciones al principio de estabilidad presupuestaria e incluso la competencia para fijar los límites del déficit y la deuda públicos en términos más estrictos de los establecidos para la Unión Europea por los estados que forman parte de la unión monetaria. Para que el Estado pudiera hacer lo que ahora le habilita a hacer el artículo 135, no hacía falta en realidad ninguna reforma de la Constitución.

Mensaje demoledor

¿Qué significado tiene, pues, la reforma? Además de hacer público y al máximo nivel el compromiso de España con la estabilidad presupuestaria, consolidar, reforzar y asegurar, también al máximo nivel y sin discusión ulterior posible, los poderes del Estado en esta materia y limitar la autonomía presupuestaria de las comunidades autónomas. Limitación que tomará forma y se concretará en la nueva ley orgánica que debe aprobarse antes del 30 de junio de 2012.

Pero la gravedad de la reforma deriva también, y principalmente, de la forma y el procedimiento utilizados. En un país donde la modificación de la Constitución es algo extraordinario, hacer una reforma en menos de un mes, y en agosto (!), por el procedimiento de urgencia, en lectura única y sin referendo, no deja de ser sorprendente. Pero lo decisivo es que se ha roto el consenso con el que se aprobó la Constitución de 1978 y que ha sido la base de la convivencia política de este país los últimos 30 años.

Si el mensaje que se quiere transmitir a los mercados, sea quien sea esta entelequia, es el de confianza en el pago de la deuda, el mensaje que llega a la ciudadanía es que, ahora, la Constitución es algo exclusivo de dos, que pueden imprimirle el giro que quieran sin contar con nadie más. Que todas las demás fuerzas, incluidas aquellas que hicieron posible el gran pacto constitucional de 1978, el primero en la historia contemporánea de España, quedan excluidas. Un mensaje demoledor para la confianza de los ciudadanos en su sistema constitucional. Y la pérdida de esta confianza y de la capacidad integradora de la Constitución nunca es gratuita.