La fiesta nacional de Catalunya
El elogio de la discreción
Josep Maria Fonalleras
Escritor
JOSEP MARIA Fonalleras
Descubro que nunca seré mosso d'esquadra cuando contemplo la formación vestida de gala que entra caminando en el parque de la Ciutadella a los acordes de la Marxa d'Autoritats, una pieza amable y ochocentista. Si no fuera porque llevan una pistola al cinto, podría decirse que los Mossos se parecen a un grupo de danzas regionales. Descubro mi falta de vocación, pues, cuando los veo entrar y, después, cuando los contemplo a lo largo de más de una hora, quietos y parados, firmes, sin mover una ceja, ofrecidos como símbolo al calor patriótico y meteorológico. No hay un solo desmayo, ni una sola deserción. Más aún: cuando acaba el homenaje a la lengua, el eje vertebrador del acto, me fijo en un detalle nada insignificante. Los mossos no sudan. Intentan recuperarse con un sorbo de agua mineral y con alguna fotografía familiar para inmortalizar el momento, pero no sudan. A mí, ya tendrían que haberme ingresado de urgencias. Por suerte, estoy sentado en la glorieta del parque, a la sombra.
Homenaje a la barca
Entre los asistentes, sin embargo, se establece una competición para combatir el sol y el bochorno. Se utilizan páginas del periódico, cartones e incluso el programa oficial, tres hojas grapadas con algo parecido a un clavo. Si las extiendes, y con un poco de energía cinética aplicada, dan el pego como abanico.
Para los sombreros, la mayoría se decanta por el estilo barco de papel, puede que un homenaje popular a la imagen oficial del acto, La barca dels Segadors de Benet Rossell. Representa un navío inestable con una partitura esférica que hace las veces de vela. Por poniente (¿una metáfora?) se acerca una borrasca en forma de nube de mancha de tinta que presagia un viento favorable o una tormenta perfecta. Vete a saber. En cualquier caso, la Ciutadella es un infierno. Las autoridades vigentes se sientan a la sombra, Gobierno y oposición, y la duración de la ceremonia está calculada de manera que el sol les atañe solo cuando se acaba. Las otras autoridades, los expresidentes Pujol y Maragall, y también Rigol y unos cuantos más, están en la platea y no tienen permiso para fabricarse sombreros. Aguantan como pueden, pero Maragall es quien más se adecúa a las circunstancias. Viste casual, con americana marrón, sin corbata, y con unos pantalones claros que bien podrían ser tejanos. Saura lo mira estupefacto. Ventajas de ser Pasqual.
Exceso de voces
El acto es una sucesión de actuaciones musicales y de recitados poéticos que algunos comparan con el festival de San Remo. Sobre todo cuando actúa Franca Masu, la cantante algueresa que presenta un anuncio promocional de les aguas cristalinas de Cerdeña. Parece que en cualquier momento aparecerá en el escenario el fantasma de Gigliola Cinquetti o Domenico Modugno. A mi entender, hay un exceso de homenajes y de voces, y todo transcurre con una a pulcritud horaciana: el elogio de la discreción. Incluso el Adéu, Espanya!, de Maragall, se asemeja a un brazo de gitano de postre de domingo: blando y comestible. O la voz de Espriu, cuando proclama que «el poble alçat retrobi el camí». O el mensaje de Vicens Vives: «L'entusiasme hispànic d'aquella generació catalana quedà decebut. L'Estat no sirgava». Mensajes del pasado hacia nuestro presente que se deshacen como mantequilla en una cazuela a fuego lento. El tributo a Vicens es a cargo de Sílvia Bel, vestido blanco y cabellos rubios, con rizos. Esta chica, aunque leyera la guía telefónica, sería capaz de provocar un temblor en las rodillas y a lo largo de toda la columna vertebral. Es entonces cuando la bandera que preside la Diada ondea a causa del viento, que es gratificante y aminora levemente la temperatura.
La bellísima Sardana flamenca de Toti Soler («que no es sardana ni flamenca», como dice él mismo) y el minifestival de jotas elevan el tono festivo, y la cosa se acaba con unos gritos espontáneos a favor de la independencia y con el imprescindible canto de Els Segadors. Cerca del lago, en un prado con sombra, un hombre mayor y atlético, ensimismado y espiritual, hace el pino y da lecciones de taichí a un joven con pendientes.
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