Un país llorando
Es bueno que el dolor sea compartido, y sea también un modo de avisar contra el olvido
El funeral de Estado recuerda con emoción a las víctimas de la dana

Lucía Feijoo Viera
Hace más de setenta años escuché desde mi cama de asmático el grito del agua asolando las casas y los huertos de mi pueblo, en el Puerto de la Cruz, Tenerife. A la vez que ese temor inmenso que origina el agua despiadada se establecía en la isla de La Palma, ese mismo golpe terrible se sentía en los campos y en las calles de muchos lugares del Archipiélago.
Al día siguiente, el periódico 'EL DÍA' publicó una fotografía terrible, consecuencia de aquel desastre habido en La Palma. La fotografía era la de un hombre zarandeado por las olas que, sin piedad con las personas ni con las plantaciones ni con el futuro que parecía lleno de agua y de desolación, pusieron el miedo en la garganta de los pueblos.
Allí, en mi barrio, en las islas, la desolación era la consecuencia de lo que la naturaleza guarda para romper el equilibrio de la vida. Ahí conocí yo el ámbito en que habita la tristeza, en la indefensión que padecen los que de pronto son, como pasó en Valencia y en otros lugares adyacentes, víctimas de ese horror fortuito que nadie espera, y que no avisa sino que traiciona.
Todo lo que ha pasado en Valencia (y no tan solo en Valencia) ha sido ahora recogido con lágrimas, otra vez, en el aniversario de la peor desgracia que este país, el país entero, ha sufrido en su historia. Eso que queda dicho (la palabra historia) se dice pronto, como si uno estuviera diciendo cualquier cosa, y en realidad está relatando con palabras lo que muchísima gente solo puede decir llorando.
En el encuentro que los reyes de España tuvieron con quienes perdieron a los suyos hubo el pasado miércoles contrición y duelo, extrañeza, como si lo que ha ocurrido (casi trescientos muertos bajo la lluvia) fuera a la vez un mal sueño y una herida de muerte, la gran herida de un país llorando… Me fui fijando en los distintos tonos de ese dolor, cómo los deudos exhibían, en sus teléfonos, en sus retratos, a aquellos que ya son el tesoro que guardan en la reliquia de sus recuerdos. Merecen esos sucesivos abrazos.
Esos abrazos, de los que estaban en el funeral, son para sus padres, para sus hijos, para los niños, para un gentío que ahora forma parte de la naturaleza triste de las despedidas.
Naturalmente, como dice José Hierro en su 'Réquiem', el llanto acompaña para resolver el momento, pero la vida nos atrae para que esta siga en la espera de que los ciudadanos, desde los niños a los viejos, sintamos solidaridad con aquel que necesita el abrazo. Los reyes fueron un símbolo mayor de este encuentro entre deudos. Y es bueno que sea así: que el dolor sea compartido, y sea también un modo de avisar contra el olvido.
Quise estar en la ceremonia; me conmovió Lara Císcar, valenciana, periodista, que hizo de su presentación un modo de reivindicar el silencio y la música con la que se deben decir las primeras y las últimas palabras de la vida. Sentí que las mujeres que hablaron, jóvenes, mayores, hijas, parientes, tenían en el corazón una palabra que no dijeron pero que se sintió en todo el trayecto del acto: la palabra indignación. Pero no se dijo en esas voces, aunque se sintió en otras que se liberaron de pronto para dar noticia de su rabia.
Antes de todos estos episodios, verdaderamente educados del más conmovedor de los encuentros que hay en la historia presente, observé en el Parlamento una interjección rara, la del presidente del Partido Popular contra el presidente de la nación. Me pareció que en tiempos así ni siquiera cinco minutos de exabrupto, en medio de una jornada que parecía hecha para la solidaridad y, si es posible, para la quietud verbal, la decisión del líder de la oposición de decir lo que ya dice cada vez que habla (que su oponente es mentiroso) no parece digna de la jornada ni siquiera del tiempo.
El rey y la reina son personas muy interesantes: siempre parecen cercanos, y lo son. Don Felipe dijo “he intentado ponerme en vuestro lugar” y, además, se recordó un año antes, también en Valencia, diciendo adiós a más de doscientas personas que el pasado miércoles fueron lloradas en un funeral de escalofríos… Si esas palabras de abrazo son posibles, ¿por qué se hurtaron el miércoles por la mañana? ¿Por qué es tan suculenta la palabra mentira en este tiempo en que, por ejemplo el miércoles, también se puede usar el silencio para no caer en la tentación de hacer del otro el peor parado del vocabulario de quien tiene enfrente?
Raimon canta a su país, donde la lluvia no sabe llover. Pobre país aquel en el que tampoco se sabe en qué momento las palabras pueden ser tan solo el silencio, cuando no el llanto.
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