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Opinión | Halloween

Drácula, mon amour

El miedo es inseparable del deseo y la curiosidad, como sabía Bram Stoker, y seguramente las casas extremas y los túneles del terror llenan ese vacío de seguridad

Un personaje monstruoso en el túnel del terror de Trinitat, el más grande que se monta en Barcelona.

Un personaje monstruoso en el túnel del terror de Trinitat, el más grande que se monta en Barcelona. / ZOWY VOETEN

De niña sentía un auténtico terror por la figura de Drácula. Recuerdo con mucha nitidez meterme en la cama buscando el contacto de la pared contra mi espalda para sentirme protegida y taparme hasta la nariz, hiciera frío o calor. Eran los años 80 y, a mis ojos, los vampiros no eran ni sensuales ni pop, como ocurrió después, cuando se pusieron de moda. Un poco más mayor, para combatir mi propia fantasía terrorífica y exorcizar a Drácula de mis pesadillas, leí la novela de Bram Stoker y toda mi percepción sobre él cambió.

Stoker no hablaba tanto del vampiro como de todo aquello que el mundo victoriano quería reprimir: el deseo, la enfermedad, lo extranjero y desconocido, la pérdida de control. El conde no es solo una criatura nocturna que chupa sangre; es el espejo de lo que la sociedad teme y, al mismo tiempo, desea. El libro destila la angustia ante la modernidad y transforma esas inquietudes en una figura fascinante, perversa e irresistible. Detrás de su capa se esconde el miedo al otro, pero también el miedo a nosotros mismos, a reconocer que lo que nos asusta nos atrae.

Una metáfora del deseo y de la fragilidad humana que en 2025 ha desplazado por completo a la castañera y llena las calles de pueblos y ciudades de pasajes del terror, como aquel en el que —leía el otro día en estas páginas— hay que firmar un documento asumiendo incluso “riesgo de muerte” antes de entrar. Es una 'extreme house' en la que el visitante renuncia voluntariamente a la seguridad para sumergirse en una experiencia que promete terror físico y psicológico.

Dicen que el miedo controlado activa las mismas zonas del cerebro que el placer, que es una dosis de adrenalina sin consecuencias. Y quizá, en un mundo hipercontrolado y digital, necesitamos esos espacios de imprevisión. Como decía el protagonista de Drácula, Jonathan Harker, al descubrir el castillo del conde: “Estoy sumergido en un mar de maravillas. Dudo, tengo miedo, pienso cosas que no me atrevo a confesar ni a mi propia alma”. El miedo, ya lo sabía Stoker, es inseparable del deseo y de la curiosidad. Seguramente las casas extremas y los túneles del terror llenan ese vacío de seguridad. Nos adentramos en ellos como quien busca una belleza que lo sobrepase. Tal vez todos llevamos dentro un poco del deseo draculiano de vida eterna, un hambre atávica que solo el miedo, paradójicamente, nos recuerda.

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