Opinión | Verdiales
Día de Muertos
Ojalá pudiera acercarme a la muerte de otra manera, pintarla con los intensos colores de los altares que en México preparan para recordar a sus muertos, honrar las vidas que tuvieron y volver a conversar con ellos

Personas disfrazadas de catrinas visitan los altares en el Día de Muertos en la ciudad mexicana de Saltillo. / Miguel Sierra
Sólo he estado en México una vez. Fue a finales de noviembre del año pasado, durante la Feria del Libro de Guadalajara, en la que España fue país invitado y reunió, para la ocasión, a un plantel de escritoras y escritores en representación de nuestras letras. Hacía un mes que habían celebrado allí el Día de Muertos, una tradición que en España también conmemoramos, pero despojándola del carácter festivo con el que los mexicanos la viven y abrazando la solemnidad y la negrura, tan propia del luto.
No soy muy viajera, mi personalidad es bastante más sedentaria que nómada, aspiro a la tranquilidad y la quietud en mi cotidianidad, aunque sí me gustaría tener la ocasión de trasladarme, física y emocionalmente, algún día al país azteca durante esas fechas del calendario, el 1 y 2 de noviembre. Podría, así, de ese modo, acercarme a la muerte de otra manera, pintarla con los intensos colores de los altares que en México preparan en todas las casas para recordar a sus muertos, honrar las vidas que tuvieron y volver a conversar con ellos llamándolos de nuevo a la mesa, donde se sirven su comida y su bebida favoritas.
Lo cuento, por lo leído y visto, por lo que me han contado, también, pero me cuesta imaginarlo, ponerme en ese lugar, ser yo la que monte esa ofrenda, la que ponga las fotografías de mis padres, la que elija sus alimentos preferidos, la que escoja las llamativas flores, la que encienda las velas y hable con ellos, les diga que hago lo que puedo para sobrellevar su ausencia.
La cultura lo es todo, en ella y con ella crecemos, definimos nuestra identidad, vamos poco a poco construyéndola gracias a los reflejos que nos devuelve el espejo de una realidad inaprensible y, sin embargo, significadora. Yo no me crie en México, lo hice en un pueblo extremeño, de la provincia de Cáceres, donde la muerte se vivía en la oscuridad, sin luz posible que ilumine el duelo, lo alivie algo, ni siquiera la que podría desprender la fe católica, esa creencia, esperanzadora, en el más allá, en que después de esta vida de padecimiento espera otra mejor.
Durante mi infancia, recuerdo haber sentido un miedo cerval hacia los muertos, a los que se velaba durante horas, en casa o en el tanatorio, las mujeres por un lado, los hombres en otro, todos de negro riguroso. Un temor que probablemente todavía esté presente en mi inconsciente, pues afloró ante el cuerpo inerte de mi padre, el primer muerto que vi en mi vida, hasta ahora el único.
Pocas veces fui con él al cementerio en el que está enterrada mi madre, en el panteón de mi familia materna, que cada año, al acercarse el 2 de noviembre, Día de los Difuntos, es lustrado, limpiado y cubierto de ramos preciosos que se encargan las semanas previas, uno para cada sepultura. Así lo establece una tradición que mi hermana se encargó de seguir cumpliendo, la mantuvo viva, frente a nuestro desapego, el de mi padre y el mío.
Este año será el primero, desde que lo enterramos hace dos, en el que acudiré a su tumba, le llevaré flores que pronto quedarán marchitas, hablaré con él, le contaré que aún me aterra la muerte, y me alejaré recitando los versos de Emily Dickinson: “La Química certeza / de que Nada se pierde / permite en el Desastre / mi fracturada Fe. / Si podré ver los Rostros / de los Átomos / ¡cuánto más los Seres Extinguidos / que de mí se alejaron!”.
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