Tarde de motel
A la altura de 1945, la palabra compuesta se añadió el Diccionario Webster. En los siguientes veinte años, vivieron su edad dorada

Gerald Foos, en propietario, en la recepción de su motel. / DANNY CAMINAL
En diciembre, el motel cumplirá cien años. En 1925, dos hermanos arquitectos, Arthur y Alfred Heineman, abrieron el Milestone Mo-tel en San Luis Obispo, a mitad de camino entre San Francisco y Los Ángeles. Fue el primero en su género, recordaba hace unos días 'The New York Times'. Al parecer, el establecimiento obtuvo el nombre de mo-tel porque la persona que pintó el anuncio resolvió que las palabras Motor Hotel no cabían en letras del tamaño deseado. Los Heineman fueron dos visionarios. Unos pocos años antes de su iniciativa se habían producido dos acontecimientos que cambiarían la fisonomía de Norteamérica, y con el tiempo del mundo. En 1908, Ford lanzó el Modelo T, un automóvil de producción masiva dirigido a la clase media, que iba poner en movimiento a un país entero. En 1916, el presidente Woodrow Wilson firmó la ley federal de Carreteras, que sentaría las bases de una nueva forma de viajar.
Por entonces, los automovilistas que no podían permitirse los estándares de la mayoría de los hoteles, recurrían a zonas de descanso a pie de carretera que ofrecían servicios básicos, como baños comunitarios y leña, donde los conductores montaban sus tiendas de campaña y cocinaban bajo las estrellas. El Milestone Mo-tel inauguró una nueva forma de descanso, que se volvió socorrida tras la crisis de 1929 y la Gran Depresión, en la que muchos estadounidenses se lanzaron a las carreteras en busca de trabajo y una vida mejor. A la altura de 1945, la palabra compuesta motel se añadió el Diccionario Webster. En los siguientes veinte años, vivieron su edad dorada. Quién sabe si la imagen que tenían los americanos de ellos empezó a cambiar con 'Psicosis'. Como los ciclos se acaban y empiezan, llegaron los años oscuros y, últimamente, otra vez cierto brillo, con la renovación de muchos de los históricos.
Hace unos años, al abrir el buzón encontré un folleto curiosísimo, que anunciaba un nuevo motel con delegaciones en varias ciudades del norte de la península, incluyendo la mía. En el reverso, me llamó la atención la invitación a conocer «el funcionamiento del motel». ¿Funcionamiento? ¿Qué funcionamiento? ¿Desde cuándo necesitaba un motel aclarar cómo funcionaba? ¿Acaso no llegabas, pagabas en persona, hacías lo que tuvieses pensado, y cuando te parecía, te marchabas de puntillas? No me quedó más remedio que coger el coche y presentarme allí. Eran las cuatro de la tarde.
A la entrada había un teléfono, a través del cual me asignaron un número de habitación. A continuación, se levantó la barrera de acceso y después la puerta del garaje. Entré con el coche. Ya podía ocupar la habitación. El motel carecía de recepción. Nada de trato cliente-personal. Tuve la sensación de tirar el dinero, pero me centró en pensar que quizá sería divertido contarlo. En la habitación había un torno por donde se entregaban las consumiciones y la factura. Pedí una cerveza. Encendí la televisión. No había llevado ni un libro. Me aburrí a los diez minutos. Deshice la cama, no sé por qué, y luego pedí la cuenta, que me llegó a través del torno, y me fui. Me quedó claro que la historia del edificio empezaba por su decadencia.
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