Farmacología extraña
Las malas noticias entran sin programa y sin posología. Llegan al oído o a los ojos con la brutalidad de lo inmediato

l consumo de ansiolíticos de España es el más elevado de Europa / ELISENDA PONS
La química es puntual, burocrática. Uno se toma un comprimido, pongamos un ansiolítico, y a la hora ya está en la sangre (en el torrente sanguíneo, como suelen decir los manuales), flotando como un pasajero que ha pagado su billete en la estación del hígado. Los prospectos son claros: concentración máxima en sesenta minutos, efecto sostenido durante seis horas, eliminación renal, etc., todo en orden. La biología tiene la cortesía de avisar con relojes y cronómetros, con curvas de absorción que podrían enseñarse en una clase de matemáticas.
Las malas noticias, en cambio, entran sin programa y sin posología. Llegan al oído o a los ojos con la brutalidad de lo inmediato, y uno cree haberlas absorbido al instante, como un líquido oscuro que corre directo al corazón. Pero el verdadero metabolismo comienza después (años después a veces), en silencio, cuando la noticia escuchada empieza a multiplicarse en la mente como una sustancia sin antídoto. No hay pico a la hora ni vida media de seis horas: hay una especie de digestión interminable, un eco que se instala y que a veces nunca se excreta del todo.
-Mamá ha muerto -te dice tu hermano por teléfono, y piensas que has oído el título de una novela. A lo mejor, el verdadero y profundo significado de la frase no empieza a golpearte hasta dentro de seis meses.
El ansiolítico, con su disciplina farmacéutica, puede adormecer la ansiedad al instante; la mala noticia, con su lógica literaria, la despierta cuando le da la gana. Uno traga la cápsula sabiendo que en breve se sentirá más liviano; la noticia, en cambio, se queda encapsulada y libera su sustancia letal de acuerdo a unos patrones diseñados por el inconsciente. Sus efectos alcanzan con frecuencia a la segunda o la tercera generación. El inconsciente no tiene prisa.
Los médicos insisten en horarios y dosis, mientras que la vida no ofrece ninguna pauta para la administración del dolor. La ciencia marca tiempos medibles; la conciencia, en cambio, vive en un reloj defectuoso, donde un minuto puede durar años. Y en ese desfase cruel entre lo que tarda un fármaco en calmar y lo que tarda una herida en asentarse, se juega la extraña farmacología de la existencia.
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