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Opinión | 610,8 km
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Aquellos trenes de alta velocidad

Coger un tren rápido era siempre un compromiso de puntualidad. Aquella época ha pasado a la historia por diversas razones

Llegada de un tren AVE en la estación de tren Chamartín-Clara Campoamor.

Llegada de un tren AVE en la estación de tren Chamartín-Clara Campoamor.

Hubo un tiempo, no tan lejano, donde coger un tren de alta velocidad era siempre un compromiso de puntualidad. Tanto en la salida, como en la llegada. Aquellas épocas han pasado a la historia por diversas razones. El aumento de operadores en las vías obliga a generar más espacios de seguridad entre tren y tren y a reducir velocidad en algunos tramos del viaje. Luego están las obras de mantenimiento debido a varias causas: mejoras en las vías, en las estaciones o los efectos de la eterna construcción del corredor mediterráneo, cada vez más conocido como el corredor marciano porque ya nadie sabe de qué va tanto retraso. Por no hablar de los efectos, desgracias ajenas a políticos e ingenieros, producidos por las inclemencias meteorológicas. Conclusión: casi sin excepciones, los 300 km/hora se alcanzan en picos concretos a lo largo del trayecto.

La construcción de la alta velocidad ferroviaria ha sido la gran apuesta de las infraestructuras españolas. Nos ha colocado en la división de honor mundial, solo por detrás de China en distancia construida y por delante de Japón y Francia, que llegó a estar en la vanguardia europea. Esta apuesta ha tenido momentos cumbres: crear estaciones desorbitadas en páramos desiertos y poblaciones minúsculas o trazar recorridos que atentan al sentido común y que acaban convirtiendo la alta velocidad en un tranvía de antaño.

El caso de Galicia como ejemplo. Superada la entrada y la estancia en la caótica estación madrileña de Chamartín -en el andén de las vías un empleado de la estación grita a viva voz el destino del tren-, el AVE de turno sale quince minutos tarde con destino a la mayor población y la más industrial de Galicia (Vigo). El viaje recorre Castilla y León para adentrarse sin más incidencias -parada en Zamora- en los montes galaicos y parar en Ourense. Por los interfonos se avisa a quien se dirija a Santiago y Coruña que cambie de tren; mientras tanto, al resto se nos pide no movernos. Algo, simplemente, no encaja. Apenas son las siete de la tarde y la llegada a Vigo (100 kilómetros) promete ser más allá de las ocho de la tarde.

¿Qué ocurre? El tren, en vez de seguir en línea recta, empieza a dirigirse hacia el norte y cuando toca Santiago, triangula de nuevo hacia el sur, para en Pontevedra y llega a Vigo después de realizar 200 kilómetros. Al menos nos recibe la esplendorosa estación de Urzáiz, centro comercial incluido, que da mil vueltas a la decrépita estación de Sants de Barcelona y su entorno, una vergüenza que espero se solucione y adecue cuanto antes.

¿Qué pasó? Muy fácil. Cuando José María Aznar presidía España y Manuel Fraga la Xunta de Galicia se firmó el protocolo para crear la conexión Madrid-Ourense-Santiago. El compromiso era realizar luego la conexión desde Ourense a Vigo. Pasan los gobiernos y no hay ni fecha para la elaboración de un estudio informativo que pueda ordenar ese trayecto. Al menos, los gobiernos de España y de Portugal sí han empezado a tramitar estudios informaticos para unir Vigo con Oporto. A ver cómo de puntual se acaba siendo.

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