Opinión | Verdiales
Si alguna vez muero
En Andalucía hay más de 2.000 mujeres víctimas de un sistema sanitario a su vez víctima del Gobierno de una autonomía que ha tardado año y medio en reaccionar ante la tragedia de los retrasos en el cribado del cáncer de mama

El presidente de Andalucía, Juanma Moreno Bonilla, en un hospital de Torremolinos (Málaga). / Carlos Díaz
En algún momento del año 1945, a Roland Barthes le hicieron un neumotórax extrapleural en la localidad suiza de Leysin. Los médicos que se lo practicaron le quitaron un trozo de costilla que luego le devolvieron envuelto en una gasa. "Proclamaban así que mi cuerpo me pertenece, sea cual fuere el estado desmembrado en que me lo devuelvan: soy el dueño de mis huesos, tanto en vida como muerto", escribe el autor en 'Roland Barthes por Roland Barthes', un libro extraordinario en cuyas páginas se autorretrata mediante fragmentos que repasan su vida y su obra.
Durante largo tiempo, guardó en un cajón, junto a otros "objetos preciosos" de su pasado como una libreta escolar, llaves viejas, el tarjetero de tafetán rosado de su abuela B o un carnet de baile, ese "pedazo de mí mismo", como lo denomina. Barthes no sabía qué otra cosa hacer, pues no se atrevía a deshacerse de él "por temor a atentar contra mi persona".
Hasta que un día comprendió que la función de todo cajón es "aclimatar la muerte de los objetos haciéndolos pasar por una suerte de lugar piadoso, de capilla polvorienta donde, con el pretexto de conservarlos vivos, se les proporciona un tiempo decente de mustia agonía". Fue entonces cuando decidió arrojar por el balcón de su casa el pedazo de costilla con la gasa, "como si dispersase románticamente mis propias cenizas".
Eso hizo una vez con su cuerpo Barthes. Así lo describe, con esas palabras, en esa entrada de ese libro, aunque yo lo descubro en otro, 'Escribir como si ya hubieras muerto', que recoge las tentativas de Kate Zambreno de completar un ensayo sobre 'Al amigo que no me salvó la vida', novela en la que el escritor y fotógrafo francés Hervé Guibert documentó su padecimiento tras contraer el sida, enfermedad que también causó la muerte de su amigo y mentor Michel Foucault, al que en esa obra convierte en el personaje de Muzil.
La lectura de todos ellos a través de Zambreno, de la que nunca me cansaré de recomendar 'Mi libro madre, mi libro monstruo', un texto luminoso sobre la pérdida y la orfandad, coincide en mi tiempo con una tragedia ajena que, sin embargo, vivo casi como propia, la de las más de dos mil mujeres a las que los hospitales y centros de salud andaluces no han comunicado los resultados de sus mamografías, retrasos que podrían tener, si no las han tenido ya, consecuencias catastróficas en los diagnósticos del cáncer de mama.
Acompaso el padecimiento, la soledad, el miedo, el agotamiento y la debilidad de Zambreno, de Guibert y de otros artistas citados por la escritora en ese libro fabuloso con el de todas esas mujeres, víctimas de un sistema sanitario a su vez víctima del Gobierno de una autonomía en la que hay 44 hospitales privados y que, pese a la gravedad de los hechos, ha tardado año y medio, el tiempo transcurrido desde que se conocieron los primeros casos, en reaccionar y depurar responsabilidades (el miércoles, a última hora de la tarde, el presidente Moreno Bonilla anunció la dimisión de la consejera de Sanidad y Consumo, Rocío Hernández, la misma que cuando saltó la noticia habló de "tres o cuatro" afectadas).
Y me acuerdo de Belén, del día que me llamó para contarme que tenía cáncer de mama, de su defensa de la sanidad pública, de su confianza en ella, de su alegría contagiosa, de su sonrisa permanente, del último día que la vi sin saber que sería el último, de lo mucho que le gustaban los poemas de Pedro Casariego Córdoba: "Si alguna vez muero quiero azaleas encima de mí, quiero una ausencia de cruces, azaleas encima de mí, si alguna vez vivo quiero azaleas para mis brazos, quiero agua para las flores, estrellas encima de mí".
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