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Opinión | Parece una tontería
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Unos simples pantalones

Cuando llegué a la tienda experimenté una incómoda sensación, que en realidad ya había empezado a sentir en visitas anteriores: la de que cada vez es más difícil saber qué quiero

Tejanos 8 Una visitante de la feria en París.

Tejanos 8 Una visitante de la feria en París.

Dos o tres veces al año, en momentos que nada presagian, en los que puedo estar ocupado o de brazos cruzados, aburrido, me sorprendo a mí mismo diciéndome de repente: «Voy a comprar unos vaqueros». La inesperada idea, precedida de un respingo, abre una veta de luz donde no había siquiera oscuridad; inesperada idea, matizo, pero ya bastante vieja. Experimento este exultante impulso por salir a comprar pantalones vaqueros de vez en cuando desde hace unos treinta años. Supongo que el vaquero es un elemento generacional, identitario, aquello que no abandonas, lo seguro, lo que no te deja dudar respecto a la forma de presentarte en la calle e ir a donde sea.

La vida se vuelve tan engañosa que consigue hacerte creer que mientras tengas vaqueros, que periódicamente has de renovar, porque los que tienes se gastan, tan mal no estarán las cosas. Se me ocurren pocas alegrías más plenas que la de regresar a casa después de comprar unos vaqueros, probártelos ante tu espejo, confirmar que te quedan bien, arrancarles las etiquetas, estrenarlos en las siguientes horas. Poseen esa misteriosa fuerza que exhiben también las gafas de sol. Es como tener de pronto la respuesta a una pregunta dificilísima. Ante ellos el mundo se vuelve un poco más insignificante. Someten la realidad a tus deseos, así sea brevemente. Todo lo que posea de hostil, o la simple adversidad que desprenda, se alivia. Amas lo que te hacen sentir recién estrenados. Por otra parte, cuentan tu vida. Si miras atrás, consigues recordar cuatro o cinco pantalones que compendian tus mejores y peores días, tus veranos, tus inviernos, el amor y la indiferencia, los viajes, las decepciones, las fiestas, las hostias.

El lunes fue uno de esos días en los que inopinadamente volví a decirme «Voy a comprar unos vaqueros», y salí de casa. De camino a la tienda, los vaqueros me hicieron pensar en los diamantes de 'Desayuno en Tiffany’s', de Truman Capote. Hay un momento en que Holly Golightly trata de explicarle a su vecino que algunos días percibe un sentimiento muy particular que no equivale exactamente a estar triste. Estás triste, dice, porque has engordado o porque llueve muchos días seguidos. Eso otro es algo mucho peor. «Te entra miedo y te pones a sudar horrores, pero no sabes de qué tienes miedo. Solo que va a pasar alguna cosa mala, pero no sabes cuál». En el pasado lo combatió con alcohol, incluso con aspirinas. Sin embargo, «he comprobado que lo que mejor me sienta es tomar un taxi e ir a [a la joyería] Tiffany’s [a ver diamantes]. Me calma de golpe ese silencio, esa atmósfera tan arrogante».

Cuando llegué a la tienda experimenté una incómoda sensación, que en realidad ya había empezado a sentir en visitas anteriores: la de que cada vez es más difícil saber qué quiero, porque ahora hay que navegar entre una marea de cortes (regular, 'slim', 'bootcut', 'skinny', 'relaxed', 'tapered', 'straight'…) antes de saber qué te gusta y si te sienta bien. Por primera vez no supe qué comprarme, y me fui de allí desazonado, con las manos vacías, y persuadido de que el mundo está cambiando rápido y volviéndose complejísimo.

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