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Opinión | Bloglobal

Francia, en un laberinto sin salida

El presidente de Francia, Emmanuel Macron, se dirige a la Asamblea General de la ONU el 24 de septiembre.

El presidente de Francia, Emmanuel Macron, se dirige a la Asamblea General de la ONU el 24 de septiembre. / Europa Press/Contacto/Li Rui

“Una vez más sin primer ministro y sin un proyecto de presupuesto, sentado sobre un pilar común agrietado, el presidente de la República se encuentra sumido en una gran crisis”. Esa es la descripción en el editorial del martes del diario Le Monde, sucinta y al mismo tiempo precisa, de la crisis sistémica que zarandea Francia, sumida la arquitectura institucional a una insólita prueba de estrés. Desde que la extrema derecha ganó las elecciones europeas en junio del año pasado y Emmanuel Macron decidió disolver la Asamblea Nacional y convocar elecciones legislativas, la desquiciada sucesión de primeros ministros condenados a caer a las primeras de cambio ha puesto de manifiesto un agotamiento innegable del sistema. El régimen presidencialista diseñado por Charles de Gaulle, con un Parlamento controlado por mayorías sólidas y prolongadas sustentadas en grandes partidos y pequeñas formaciones satélites, complementarias, pero no indispensables, se ha transformado en un laberinto sin salida donde los extremismos imponen su ley sin mayor esfuerzo.

El presidente Macron cometió un error de bulto al convocar elecciones cuando todas las encuestas vaticinaban una fragmentación ineficaz del Parlamento, incapacitado para armar una mayoría estable. “Desde entonces, Macron no ha aceptado de verdad esta situación”, señalaba Le Monde, que ve en la “inestabilidad permanente” de hoy “los aires de la Cuarta República en una Quinta República sin embargo tan resistente”. Con todos los rasgos autoritarios que cabe atribuir al general De Gaulle, el cambio de régimen en 1958 puso fin a la “debilidad sin freno” de los gobiernos, evocada muchos años después por Michel Jobert. Tuvo la república que siguió al final de la Segunda Guerra Mundial figuras brillantes, pero sufrió sin remedio los males de un parlamentarismo sin herramientas para concretar mayorías estables. Ese es el mismo cruce de caminos de ahora, con el riesgo añadido de que, disolución mediante de la Asamblea Nacional, puede lograr la extrema derecha de Marine Le Pen ser la minoría más numerosa de la Cámara y aun quedar a un tiro de piedra de lograr la presidencia en 2027.

En el comportamiento de Macron de los últimos 16 meses hay una mezcla tóxica de precipitación, altivez y empecinamiento en no reconocer la tozuda realidad: es imposible que con su partido, Renacimiento, y afines logre sacar a Francia del atolladero. Una vez más tiene razón de ser el muy extendido reproche o crítica dirigida a Macron habida cuenta de su desconocimiento manifiesto de los resortes que dominan los políticos fraguados en las campañas electorales locales o nacionales, en la acumulación de cargos, en esa particular articulación francesa de la representatividad y las instituciones desde hace más de 60 años. Macron debutó en las urnas en las presidenciales de 2017, de las que salió vencedor, pero sin ninguna experiencia en el contacto con los votantes, educado en la distancia sideral de las élites financieras de las que formó parte siempre, incluso cuando fue asesor del presidente François Hollande, primero, y ministro de Economía, después, con Manuel Valls de premier ministro.

Lo cierto es que el presidente Macron conserva los atributos de gobernante todopoderoso que François Mitterrand criticó sin contención a Charles de Gaulle en el libro Le coup d’État permanent (1964). Es asimismo cierto que De Gaulle fue un líder singular desde que se puso al frente de la Francia Libre en junio de 1940, que escribió unas Memorias de guerra en las que conviven la elegancia purista del escritor de talento y el envoltorio patriótico de sus juicios, pero en las que destaca también la voluntad irrevocable de resistir al invasor, arropada en la declaración con la que empieza el libro: “Toda mi vida he tenido una cierta idea de Francia”. Con matices, pero no con grandes diferencias, tal seña de identidad fue perceptible en el perfil presidencial de Georges Pompidou (1970-1974), sucesor del general, y en el propio Mitterrand (1981-1995). A partir de entonces, el soufflé perdió volumen lentamente.

En estos días resulta difícil discernir cuál es la idea de Francia que anima a Macron, más allá de podar el presupuesto para salvar a una economía doliente, y tampoco ofrece la oposición proyectos concretos de regeneración más allá de las ofertas ad hoc para destacar con personalidad propia en la lucha por el poder. Cuando la exprimera ministra Elisabeth Borne entiende que no hay otra salida que admitir que hay que llegar a un acuerdo con la izquierda, se tientan la ropa por motivos no intercambiables el núcleo macronista y adláteres, y las fuerzas agrupadas en 2024 en la Unión de la Izquierda: socialistas, verdes, insumisos y comunistas. A ambos lados de la divisoria temen que el coste político de un pacto necesario resulte en un cuarteamiento de los bloques en lo inmediato y en un castigo inasumible en las próximas elecciones (a saber cuándo serán).

Se afianza así la sensación destacada por un analista en el periódico conservador Le Figaro: “Todo parece apropiado para conservar su papelito [el de cada partido] al precio de un debilitamiento presupuestario, económico e incluso social. Es la impresión que arriesgan dejar a los franceses los responsables políticos del arco republicano, como el de un juego de rol que no va más allá de retrasar la entrada en escena de la Agrupación Nacional [la extrema derecha]”. Porque reducir cuanto sucede al crucigrama de la reforma de las pensiones y la reducción del presupuesto en 40.000 millones de euros es, en efecto, una forma escasamente realista de presentar el alcance de la crisis, resultado inequívoco de la fractura social y el desapego de una parte siempre en aumento del electorado hacia las opciones clásicas, aquellas que durante decenios, con mejor o peor fortuna, dieron solidez al sistema. Carece Emmanuel Macron del élan vital indispensable para activar resortes certeros del cambio que no agraven la crisis social; es el presidente un pato cojo rodeado de adversarios que aspiran a sucederle en la presidencia y quieren blindar su imagen frente a una opinión pública que desconfiará de toda componenda que sirva poco más que para salir del paso. Todo lo cual tendría una importancia relativa a escala europea si no fuese porque, suceda lo que suceda en Francia, gane quien gane la partida, tendrá repercusión segura en todo el continente, en mayor medida si la vencedora es la extrema derecha, se robustece el auge ultra y gripa el motor de la Unión Europea, tan necesitado desde el Tratado de Roma de que el eje franco-alemán funcione a toda máquina.