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Opinión | Pobreza
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La prueba facha

Hay situaciones azarosas que nos ayudan a tomarle la temperatura a nuestra ideología. Me parece bueno vivirlas

Personas sintecho en Barajas

Personas sintecho en Barajas / Alba Vigaray

Cuando, poco antes de coger un tren, voy a pedir un bocadillo de bacon queso en un bar de Sants, aún no sé que el destino va a poner ante mí lo que bauticé hace un tiempo como: prueba facha.

Llamo pruebas fachas a esas situaciones azarosas que nos ayudan a tomarle la temperatura a nuestra ideología. Me parece bueno vivirlas. Con la broma, me voy acercando a la edad de la fatídica frase, así que es conveniente ese chequeo. Me refiero a esa cita que usan determinados cretinos (y que atribuyen a Churchill, un poco al tuntún, aunque la podrían haber dicho tanto Heráclito como Jiménez Losantos): “Alguien que no es de izquierdas a los 20 años no tiene corazón, y quien lo es a los 50 no tiene cerebro”.

No he llegado a esa edad, pero no es malo prevenir. Así que ahí llega la prueba, encarnada en un tipo con apariencia de sintecho y habla pastosa. Me pide unas monedas, que no tengo. Entonces me dice que tiene hambre, así que le invito a un bocata de fuet e informo a la camarera de que lo ponga en la cuenta del mío. Camino unos pasos hacia la terraza cuando escucho al tipo corregir el pedido: lo quiere de jamón ibérico. Nada que decir: tiene buen gusto.

Estoy fuera cuando lo veo pasar con el bocata en ristre, que brilla, por el papel albal, como una cimitarra. No saluda ni da las gracias. Y ahí ya veo que podría estar ante una prueba facha. Aún no sé hasta qué punto.

Estoy mordiendo mi bocadillo, pan de cartoné y bacon de goma EVA, cuando veo regresar al tipo enarbolando el bocadillo y ciscándose en todo. Oigo los gritos, así que me asomo al bar y lo descubro lanzándolo al suelo. Cuando sale la camarera, me dice que no lo quiere, porque ese jamón no es halal. La situación me parece tragicómica, pero el giro de guion tiene su intríngulis. Cada vez ponen pruebas fachas más ingeniosas, pienso.

Al rato, la camarera sale y me dice que el tipo quiere una fuente de pollo, con su ensalada y patatas. Es la típica situación trampa para alguien de izquierdas. Claramente su petición (¿o es una exigencia? Los gritos alcanzan la terraza) es un abuso, pero me planteo si satisfacerla y sugerir un postrecito. La camarera me pide que entre a negociarlo con él. Pero a los cinco minutos lo veo salir con la espada Excálibur. Le han hecho un bocadillo enorme de pollo.

Superar la prueba facha es no interpretar la escena desde esa retórica higienista que tanto gusta a algunos para hablar de la perdición de Barcelona. La cuestión, descubro con alivio, es que ni se me ocurre hacerlo. Donde otros otorgarían una sola identidad (por xenofobia, racismo o aporofobia) a ese tipo yo veo una miseria física y mental, fruto de quedar barrido por el sistema y la vida, que me pone francamente triste. De hecho, me veo incluso ególatra y clasista por catalogar su irrupción en mi vida como prueba facha. Pese a esa sensación, parece que gozo de buena salud ideológica, así que lo celebro (es un decir) con un último mordisco. Desde el tren, llamo a mi pareja. Me cuenta que hace dos días apoquinó por la compra semanal de un tipo en un súper: él le pidió un fuet y ella le acabó financiando hasta el tambor de Dixan. Menos mal.

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