Opinión | Compromiso
Agnès Marquès

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Periodista

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¿Cerdo o gallina?

Vivimos en una época que se confunde estar ocupados con estar comprometidos, presencia con disponibilidad y opinión con acción. Pero comprometerse no significa hacer más, sino responsabilizarse.

Una gallina en una granja de el Berrueco, Madrid.

Una gallina en una granja de el Berrueco, Madrid. / EP / Rafael Bastante

Esta semana, en una cena con amigas, una compartió una de esas frases que su 'coach' le repite cada vez que se implica demasiado en algo:

“En un desayuno de tortilla con bacon, la gallina está implicada, pero el cerdo está comprometido.”

Nos hizo reír. El comentario le salió espontáneamente mientras hojeaba la carta, dudando entre la tempura con huevo frito —donde la gallina había puesto los huevos— y las costillas al horno —donde el cerdo, literalmente, se había dejado la piel. La metáfora nos hizo gracia, pero quedó resonando como lo hacen esas ideas que, bajo la ligereza, esconden un nudo de verdad.

Es la diferencia entre participar y apostarlo todo. Entre contribuir y comprometerse. Entre estar y entregarse por completo. Esta distinción, muy repetida en contextos de liderazgo y desarrollo personal, abre una pregunta más honda, incómoda, existencial: ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar por aquello que decimos que nos importa?

Vivimos en una época que se confunde estar ocupados con estar comprometidos, presencia con disponibilidad y opinión con acción. Pero comprometerse no significa hacer más, sino responsabilizarse. Implica una disponibilidad interior, una entrega que no puede fingirse. Exige sostener el peso del vínculo, renunciar a ciertas comodidades, actuar con coherencia. Y eso —ya sea en una relación, en un proyecto vital o en una causa colectiva— nunca es fácil.

El cerdo, en esta metáfora tan cruda como eficaz, no es solo generoso: es trágico. Y quizá por eso preferimos, a menudo, ser gallinas. Estamos, pero con los pies atrás. Aportamos, sí, pero con condiciones. Nos gusta participar, pero nos asusta perder algo para siempre.

El resultado es un paisaje lleno de gallinas: un corral de ideas ligeras, de compromisos provisionales, de entregas reversibles. Un mundo donde el sacrificio resulta sospechoso y la fidelidad a un propósito profundo parece una extravagancia romántica.

Mi amiga —que, a pesar de sus intentos de recordarse gallina, sigue siendo de esas almas que se dejan la piel— repite el mantra: hay que reservar el sacrificio para aquello que realmente lo merece. Saber discernir cuándo protegerse y cuándo ofrecerse. Cuándo ser gallina y cuándo, si hace falta, cerdo.

Y hacerlo no por devoción ciega, sino por lealtad a un sentido que nos trasciende. Porque hay vínculos, causas y verdades que no pueden servirse a medias. Y porque, en última instancia, solo aquello que nos lo exige todo nos transforma de verdad.

Aquella noche, por cierto, acabamos pidiendo un revuelto de espárragos con jamón. Y no sé si fue el vino, la conversación o el jamón, pero pensé en el cerdo y la gallina. Y en cómo, al final, cada vez que amamos, decidimos qué queremos ser.

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