Opinión | Parece una tontería
Juan Tallón

Juan Tallón

Escritor.

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Los papelitos

Una nevera funciona como un bastión. Acomete dos extraños destinos: el de electrodoméstico y el de faro o escaparate

Cocina con múltiples neveras en un piso compartido de nueve habitaciones en el barrio Gòtic a 777 euros la habitación

Cocina con múltiples neveras en un piso compartido de nueve habitaciones en el barrio Gòtic a 777 euros la habitación / Fotocasa

En la puerta de la nevera ya no caben más malditos imanes, recuerdo de algún viaje o visita a cualquier parte. En realidad, eso no significa que no sigas añadiendo alguno que otro de vez en cuando. En general, a partir del instante que dices que no cabe nada en un sitio, todavía te las arreglas para crear un pequeño ángulo para lo nuevo. Esta sospecha vale para cualquier dominio: la puerta de la nevera (incluso su interior), la maleta, un cajón, el armario, el trastero, una discoteca, las gradas, el cementerio, la playa... Todo se reduce a tener fe en la posibilidad de que se hagan realidad tus caprichos, en especial si dependen de que haya hueco para ellos.

Esos omnipresentes imanes, no pocas veces ridículos, no son lo peor. O no lo son en exclusiva. Son bastante lo peor, cierto, aunque en la misma medida que las decenas de papelitos absurdos y de toda clase que sostienen, y que, en las casas exageradas, no dejan ni apreciar de qué color es la nevera. Aunque el color se adivina: históricamente, las neveras eran blancas, y después de cierto momento, cuando se declaró la guerra a ese color, al comienzo de los años dos mil, pasaron a ser de acero inoxidable.

Quizás mereciese la pena, pienso ahora, estudiar cómo las neveras no se limitaron a cumplir su función de puerta hacia dentro, es decir, mantener frescos los alimentos. A partir de algún punto empezaron a desempeñar una profesión, por decirlo así, también hacia fuera, espoleadas por esa obsesiva necesidad que los humanos desarrollamos por tener el mundo, o cuantas partes de él sean posibles, al alcance de nuestra mano. Si no fuese por eso, y porque a lo mejor estropearíamos el aislamiento del frigorífico, habríamos empleado la puerta para hacer un agujero y colgar un cuadro o un perchero.

Una nevera funciona como un bastión. Acomete dos extraños destinos: el de electrodoméstico y el de faro o escaparate. Nada que puedan arrogarse la cocina, el horno, el lavavajillas, la tostadora o la cafetera. Podríamos dudar si el microondas, cuando no está empotrado, funciona también como repisa. Todo aquel papel que no encuentra un acomodo definitivo, porque lo definitivo es la desaparición, se asienta durante un tiempo en la puerta de la nevera. Su naturaleza efímera es a la vez colgante: la lista de la compra, la receta de una tarta de queso, los cupones de descuento del supermercado, una foto de la última fiesta, un recorte de prensa, una foto con la abuela muerta, una nota manuscrita, un recordatorio de una cita médica o de un cumpleaños), un resguardo de la tintorería, el teléfono del mexicano, el menú del chino, un dibujo de tu sobrino, el último boletín de notas del niño, la receta de un medicamento para su estreñimiento crónico, la cuenta del restaurante en el que os metieron la clavada del siglo, el calendario de vacaciones, una entrada del MET… No hay vida sin cientos de papeles sin demasiada importancia, que no quieres guardar para siempre y que no quieres tirar todavía. Y para los cuales solo existe un lugar posible, temporalmente.

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