Opinión | Gárgolas
Josep Maria Fonalleras
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Clase de natación

A nuestro alrededor, la gente también desayunaba y paseaba con nietos y sobrinos con una absoluta indiferencia a todo lo que nos abocaba al apocalipsis

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Soldados israelíes y un equipo de rescate buscan sobrevivientes entre los escombros de edificios residenciales destruidos por un ataque con misiles iraníes que mató a varias personas, en Beersheba, Israel, el martes 24 de junio de 2025.

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El domingo por la mañana, mientras estallaba la III Guerra Mundial, fui a desayunar con mi hija. Ella comió un bocadillo de queso y yo, uno de atún. Ambos, un zumo de naranja cada uno, y yo también un café. Después fuimos a un establecimiento de platos preparados y compramos una ensaladilla rusa y unas patatas de Olot, rellenas de queso y cebolla. Fue la versión casera de aquella famosa entrada de Kafka en sus diarios, el 2 de agosto de 1914: "Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, clase de natación". Por la tarde, después de comer, holgazaneé, entre otras cosas porque no soy mucho de nadar, aunque el médico me lo recomienda. Limpié el piso, eso sí, puse una lavadora, tendí ropa, escribí un poco (nada, de hecho tomaba notas) y miré una serie magnífica de la BBC, 'Miss Austen', que retrata las vidas, miserias y devoción fraternal de las hermanas Jane y Cassandra.

Mientras, el mundo se hundía. Iba cambiando de cadenas: había espectáculos deportivos (un partido de tenis, una competición de baloncesto), documentales sobre vidas remotas y noticias también remotas (¡pero tan cercanas!) que anunciaban desgracias futuras, como el cierre del estrecho de Ormuz, la reacción de Irán, las bombas de 13.000 kilos que son capaces de llegar hasta el infierno para quemarlo todo, infierno incluido, o la amenaza de más bombas y de maldades nucleares. Con mi hija, por la mañana, llegamos a la certeza de que no puedes vivir al margen de tantas tragedias y que el futuro se vislumbraba de color negro. Lo decíamos pensando en nosotros, sí, pero también en sus sobrinos y mis nietos, que todavía no tienen dos años, y que tendrán que enfrentarse a saber qué devastación. Al mismo tiempo, a nuestro alrededor, la gente también desayunaba y paseaba con nietos y sobrinos con una absoluta indiferencia a todo lo que nos abocaba al apocalipsis.

Sería imposible vivir con ese peso encima. Para quienes no estaban informados, era un domingo cualquiera, caluroso, eso sí, en exceso. Los que sí sabían cosas, se acorazaban contra el miedo y se afanaban por mantener una rendija de humanidad que hiciera frente a tanta violencia. Pensé en el impresionante poema de Auden, cuando Ícaro, el hijo de Dédalo, cae al mar y se hunde en medio de la indiferencia general y absoluta. El payés sigue labrando y el barco zarpa del puerto para iniciar su travesía, con las velas hinchadas y blancas. Y pensé también en el cuento de Borges que es una adaptación de un relato persa. El siervo que llega del mercado asustado y pide al amo que le deje un caballo porque ha visto a la Muerte y la Muerte le ha hecho un gesto perturbador. Quiere huir desde Bagdad a Isfahán para escapar de ella. El dueño le deja el caballo y va al mercado, donde la Muerte le explica que el gesto no era amenazador, sino de sorpresa: “Me extrañó verlo aquí, cuando, de hecho, tengo que encontrarme con él esta noche en Isfahán”. Pensé en la historia, claro, porque uno de los objetivos de los B2 era justamente la ciudad del cuento. El destino está escrito en algún sitio y no vamos a poder engañarlo. ¿Era eso, no? 

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