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Trump se juega la presidencia en Irán

La acción del presidente de EEUU no está sustentada en una estrategia a largo plazo que impida a Teherán hacerse con el arma nuclear. critica la oposición demócrata

Archivo - Instalación nuclear de Fordo en Irán.

Archivo - Instalación nuclear de Fordo en Irán. / Europa Press/Contacto/Siamak Ebrahimi - Archivo

Con una intervención militar en Irán a la que no se habían atrevido ninguno de sus cuatro antecesores, Donald Trump ha decidido jugarse buena parte de su presidencia en el Próximo Oriente. Desde que el régimen de Teherán decidió emprender un programa de enriquecimiento de uranio, todos los presidentes norteamericanos, demócratas y republicanos, habían optado por una negociación en la que Irán se comprometiera a no fabricar una bomba atómica. Esta estrategia, que supone dejar a Israel como única potencia nuclear de la región, había sido secundada hasta ahora por todos los países de la OTAN y por el G7. Las negociaciones tuvieron su momento álgido durante el mandato de Barack Obama, cuando Teherán detuvo su programa y redujo sus stocks, y se truncaron a raíz de la invasión de Gaza por parte de Israel y el consiguiente deterioro regional, en el que Irán estuvo claramente involucrado. Todo indica que, en los últimos meses, Irán había vuelto a dar pasos importantes en la obtención de uranio enriquecido, aunque ni la Agencia Atómica de la ONU ni los servicios de inteligencia de Estados Unidos confirmaron la inminencia de pasos decisivos para la fabricación de una bomba. Trump ha preferido escuchar los argumentos de su mentor, Binyamín Netanyahu, sobre la ventana de oportunidad que suponía haber debilitado el régimen de los ayatolas con una semana de ataques selectivos.  

Nada indicaba que Donald Trump fuera a decantarse por una acción de tal envergadura que constituye un acto de guerra, por mucho que su administración lo niegue para evitar responder ante el Congreso. Son tan recientes sus promesas de terminar en un instante con las guerras de Gaza y Ucrania, y de concentrarse en los asuntos internos, dejando a China cómo eje de su política exterior, que resulta difícil no ver estos bombardeos como el resultado de una improvisación muy peligrosa. Como han señalado los representantes demócratas en el Congreso, no parece que esté sustentada en una estrategia a largo plazo. Aunque es pronto para saber el verdadero alcance los bombardeos, no parece que puedan impedir una estrategia similar a la de Corea del Norte, de fabricación clandestina y acelerada de la bomba nuclear. Salvo que los ataques combinados de Israel y Estados Unidos fueran a provocar un cambio de régimen, lo que auguran pocos analistas. De ahí que, en sus primeras declaraciones, Trump haya preferido alabar la insuperable capacidad militar de su país y la valentía de sus pilotos, y no haya revelado su estrategia, más allá de una vaga apelación al diálogo. 

Por el momento, las consecuencias políticas del ataque norteamericano no son positivas ni para Estados Unidos, ni para el resto del mundo, ni para el derecho internacional. El cierre del estrecho de Ormuz, por el que navega el 20% del petróleo mundial, de producirse, puede constituir un duro golpe a las economías de la OCDE. No parece que las críticas de Vladimir Putin a los bombardeos vayan a facilitar una solución negociada a la guerra de Ucrania en la que Trump había depositado sus esperanzas. La catástrofe de Gaza languidecerá, en perjuicio de sus habitantes, y la polarización entre partidarios y detractores de Trump puede alcanzar nuevas cotas en Estados Unidos. Por el momento, el único que ha mostrado su felicidad ha sido Netanyahu.