Opinión | Documental
Miqui Otero

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Escritor

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El secreto de la silla de Bad Bunny

La Monobloc es un símbolo de que una cosa es el precio de las cosas y otra, bien distinta, su valor

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Sillas Monobloc.

Sillas Monobloc.

A las puertas del verano de un año loco, quizá tengamos que fijarnos en una simple silla de plástico blanco para entender este mundo infame.

Los indicios están por todas partes. En uno de los discos del año, que contiene la más que segura canción del verano, sin ir más lejos: ahí, en la portada de lo último de Bad Bunny, plantadas en el encuadre de un cultivo de plátanos, aparecen dos sillas blancas de plástico de una pieza. Significan la vida al aire libre, el ocio popular, incluso la diáspora del país del cantante (porque ahí están, vacías, como si los protagonistas de esa foto del pasado se hubieran ido a otro sitio). Si el disco es una reivindicación de la raíz portorriqueña, una simple silla de plástico (equivalente humilde de las de la portada de Manel o de las de mimbre de Julio Iglesias) la representa más que su personaje más ilustre. Yo mismo, cuando fui a dar unas conferencias a la República Dominicana, país vecino, las vi en la calle, en los locutorios, en los colmados, pero también en las galerías de arte (en el suelo y representadas en los cuadros).

Menos prestigiosa que otros iconos como el sillón Emmanuelle (otra historia fascinante, con su omnipresencia en películas eróticas, discos de 'soul' y pasquines de los 'black panthers'), la silla Monobloc es un símbolo de que una cosa es el precio de las cosas y otra, bien distinta, su valor.

Estamos ante la silla más vendida de la historia: se dice que se han despachado mil millones. La habrán visto en mítines del PP, en las calles de Bombay, en las tertulias a la fresca de los pueblos castellanos, en asambleas de barrio, en mercadillos africanos y en asados argentinos. Hay quien dice que estamos ante un diseño horrendo, con tendencia a perder una pata y a bailar más que un borracho, con una nula conciencia ecológica y con el estigma de lo cutre.

Y, sin embargo, su historia es hermosa. Y, ahora, a pocas semanas de cruzarse con esta silla en mil lugares de veraneo, les invito a descubrirla. Pueden hacerlo con el documental 'Monobloc', de Hauke Wendler, disponible en Filmin. El director alemán intenta hablarnos de diferencias no ya de clase, sino de mundo: de cómo una silla idéntica puede decirnos (como sucede a veces con un libro o con un alimento, como la quinoa) cosas muy distintas según quién la mire.

En la película, coloca un camión en Hamburgo para recabar la opinión popular que merece este mueble: todos los entrevistados se ciscan en la silla (no literalmente), criticando que no sea reciclable, pero sobre todo que parezca tan “de pobres”. Pero el documental viaja a otros sitios donde ese mismo objeto alcanza una dimensión diferente, como protagonizando un cuento moral.

Se entretiene, por ejemplo, con un empresario de la India que dice que esta silla es la 'culpable' de que por fin millones de familias tengan derecho a sentarse (hasta el año 90, cuando empezaron a fabricarla, la gran mayoría de la clase media y toda la trabajadora se sentaba en el suelo). También visita a una chatarrera brasileña que sobrevive gracias a recoger esta silla, para que luego sea reciclada. Y conocemos a personajes tan fascinantes como Don Schoendorfer, un ingeniero de California que se propuso fabricar una silla de ruedas de menos de 30 dólares para los países más desfavorecidos (lo hizo, incrustando la Monobloc en un sencillo sistema de ruedas, y su fundación ha repartido ya más de un millón en todo el mundo). Pero es que luego nos presenta a un pastor de una iglesia de Uganda, llamado Francis, postrado en una silla de ruedas: contrajo la polio poco después de nacer y no pudo adquirir una hasta los 12 años. Así que ahora, en la edad adulta, se dedica a conseguirles este objeto (la Monobloc móvil, también llamada Gen 1) a un montón de personas con malformaciones o problemas de movilidad de su país.

Ver esta silla en esos entornos y luego volver al Vitra Design Museum, o al camión de las entrevistas alemanas, da la exacta medida de hasta qué punto nuestras causas más hiperventiladas provocarían la risa, o la ira, de los que lo tienen verdaderamente crudo en nuestro planeta. Recuérdenlo, también, cuando vean a una anciana sentarse en una de ellas, tras trabajar en casa todo el día, y soltar, después del suspiro: esto es vida.

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