
Profesora de los Estudis de Ciències de la Informació i de la Comunicació de la UOC

Elena Neira
Elena NeiraProfesora de los Estudis de Ciències de la Informació i de la Comunicació de la UOC
'Make Hollywood great again'
El cine no es un arma, es una industria. Y como tal, necesita reglas claras, incentivos razonables y una visión que reconozca que su futuro pasa, necesariamente, por lo global

Las icónicas letras de Hollywood en Los Ángeles. / REUTERS / MIKE BLAKE
Donald Trump ha decidido colocar a la industria audiovisual en el centro de su discurso populista. La última ocurrencia ha sido imponer un arancel del 100% a las producciones cinematográficas extranjeras. La medida no solo es un disparate económico, sino también una nueva demostración de su imperialismo cultural, que amenaza con dinamitar una de las industrias más globalizadas y complejas del planeta. La certeza de que conseguirá que los rodajes se realicen íntegramente en suelo estadounidense es un mensaje tan simplista como vacío, pronunciado por alguien que demuestra no tener ni idea de cómo funciona y cómo se rentabiliza una película.
La idea es la siguiente. Los aranceles castigarán fiscalmente los rodajes fuera de Estados Unidos y se combinarán con una reforma fiscal para que las producciones regresen al territorio nacional, generen empleo y refuercen una narrativa “más patriótica”. Porque, no lo olvidemos, la cosa no va únicamente de impulsar la industria nacional. También se trata de aniquilar la propaganda que, en opinión del presidente, los mercados extranjeros están inoculando en la filmografía americana usando los incentivos fiscales como caramelos a la puerta del colegio. Trump jamás ha disimulado el desprecio que siente hacia lo foráneo. Esta medida se vende como un cordón sanitario para aislar ese factor extranjero, al igual que el muro con la frontera de México que prometió en su primera campaña a la Casa Blanca. Lo que ocurre es que aquí la externalización de la producción está en el núcleo mismo de un tipo específico de películas: los taquillazos, esos que consiguen generar centenares de millones dentro y fuera del país.
Trump olvida, además, que la fuga de los rodajes a terceros países no es una deliberada traición a la bandera. Se rueda fuera por razones tanto creativas como económicas. Hollywood entiende el mundo como una paleta de localizaciones apropiadas para las historias que quieren contar, por no hablar de los incentivos fiscales, que permiten levantar la financiación con ahorros de hasta el 40%. Con el riesgo que, de por sí, conlleva una película de alto presupuesto, todo lo que implique reducir los costes de producción será siempre muy bienvenido.
El mayor problema de este planteamiento es su desconexión con la realidad. La noción de “producción extranjera” en un sector tan globalizado como el audiovisual es cada vez más ambigua. Hoy, una película puede estar financiada por capital estadounidense, rodada en varios países, dirigida por un europeo y protagonizada por un elenco multinacional. ¿Cuál de esos elementos será el factor determinante en la asignación de la nacionalidad? ¿Cómo se auditará todo ese proceso sin colapsar los estrenos por exceso de burocracia?
Más preocupante aún es el impacto que esta medida podría tener en la distribución de cine internacional en Estados Unidos. En un mercado donde el cine extranjero ya lucha por sobrevivir, encarecer su distribución supondrá una barrera casi insalvable. No solo limitará la diversidad cultural en las salas, sino que también pondrá en jaque la elegibilidad a premios como los Oscar, que exigen un mínimo de exhibición en territorio estadounidense. Y todo ello, en un contexto donde las plataformas como Netflix —ricas en contenido internacional— podrían verse obligadas a purgar sus catálogos para evitar sanciones.
Los CEO de las principales 'majors' de Hollywood se han reunido para tratar de consensuar un plan de actuación para poner freno a los desvaríos del presidente. Tienen claro que, sin una red robusta de incentivos domésticos, lo único que conseguirá Trump será encarecer las producciones, fomentar el uso de soluciones más baratas como la inteligencia artificial o los sets virtuales, y, en el peor de los casos, hacer inviables proyectos que antes sí lo eran. Las franquicias que han sostenido la taquilla de Hollywood podrían tambalearse, y los mercados internacionales —de los que dependen más que nunca los estudios— podrían responder con represalias similares. La solución que se les ha ocurrido para parar el golpe es tener una reunión presencial con el presidente para “educar” sobre la cadena de valor audiovisual, confiando en que eso le dará una mejor perspectiva y planteará medidas más razonables.
Lo de Trump tiene pinta de no ser una medida de política industrial sino un nuevo intento de reforzar su posición ante el electorado. Un gesto más de esa política de titulares que confunde símbolos con soluciones y que instrumentaliza el cine como campo de batalla ideológico. Pero el cine no es un arma, es una industria. Y como tal, necesita reglas claras, incentivos razonables y una visión que reconozca que su futuro pasa, necesariamente, por lo global.
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