
Periodista y escritor

Juan Cruz Ruiz
Juan Cruz RuizPeriodista y escritor
Periodista y escritor
Desolación de la soledad
La radio, y los diarios, y la televisión, traen al sitio donde estoy todo lo que pasa en el mundo, y todo nos concierne, los asesinatos, los gritos, los insultos

El expolítico ucraniano que murió tiroteado a las puertas del Colegio Americano de Madrid, en Pozuelo de Alarcón. / ÓSCAR DEL POZO / AFP
Estoy en Tenerife, donde nací. Entonces, cuando era un niño y descubría, en la radio, lo que pasaba en el mundo, parecía que todo empezaba, que el mundo no existía más allá de mi casa, pero que podía tocarlo gracias a las ondas y a la imaginación.
No sabía entonces ni qué eran las ondas ni qué significaba la palabra imaginación. Mi madre cantaba por el pasillo, iba y venía de la huerta, todo lo que decía era para que la casa, que era pobre y limpia, se sintiera habitada, pues muy temprano se iban mi padre, mis hermanos y ella se quedaba cantando.
A veces cantaba y lloraba a la vez, porque el tiempo, aquel tiempo, le traía a casa esas sensaciones de soledad que le aventaba el tiempo. Era una época horrible para los pobres y para mucha gente que no tocaba la miseria pero que sufría persecuciones, encarcelamientos, vigilancias, ruindades. Ser niño entonces, y en este caso niño enfermizo, asmático, solitario en una casa en la que sólo se escuchaban la radio y el canto de la madre, era una posibilidad de la alegría.
Porque entonces, cuando no había nadie en casa sino el hijo y ella, los dos en cada sitio, ella haciendo que la vida se hiciera cantando, el niño tratando de entender la radio, no se oían otros ruidos que los de la platanera azotada por el viento de la primavera y aquella voz que ahora es el recuerdo con el que estoy añorando el tiempo en que daba la impresión de que no pasaba nada sino la canción.
Naturalmente, han pasado muchos años, setenta años más o menos, y aquel chico que rememora todo esto, esta desolación de las casas, acaba de escuchar en la radio, la esencia de la información en aquel entonces, y por tanto la guardiana del silencio esencial que fueron los años de la dictadura, que en Madrid se ha producido un asesinato político que parece que viene mandado por Rusia y ataca con la muerte a un ucraniano que iba a buscar a su hijo a un colegio de Pozuelo y que en Nueva York un hombre que gritaba por Palestina mató a dos diplomáticos israelíes y que ese hecho, como es natural, domina la esencia de las noticias ahora, esta mañana, y seguirá rompiendo los tímpanos del mundo a lo largo de la jornada y más allá.
Mientras tanto, un hecho singular y terrible, el hambre al que el Estado de Israel somete a los pobres de Gaza, la terrible persecución a la que Putin somete a aquellos que se resisten a dejar de ser ucranios, siguen en el calendario. Y prosigue como una moneda de cambio el sonido que el presidente ruso y su colega norteamericano comparten por teléfono.
Esos hombres tan malencarados como guardias de la guerra han estado dos horas hablando por teléfono y yo me pregunto, escuchando la radio que lo cuenta, leyendo los periódicos que lo atraen a sus primeras páginas, cómo es eso de hablar tanto rato mientras se escucha, ellos escuchan, la cadencia infinita de la muerte cayendo sobre el mundo que ellos dominan.
Cuando yo era aquel niño que escuchaba la radio empecé a saber, en las noticias, qué pasaba en el mundo, y era lícito entonces sentir que nada de lo que sucedía tenía que ver con lo que pasaba en mi barrio, en mi pueblo, en mi casa; que todo lo que fuera noticia más allá de la platanera y no afectara a mis padres, a mis hermanos, al maestro o al hombre que venía a cobrar La Muerte, no tenía nada que ver con nosotros. El hombre que cobraba La Muerte, en efecto, venía los lunes a que mi madre le diera los duros que, uno a uno, le asegurarían que, cuando muriera, ya estuviera pagado su entierro.
Todo aquello ocurría en el extranjero, y el extranjero empezaba unos metros más allá de mi propia casa, del canto, o del llanto, de mi madre, allá donde acababa el ruido del camión que manejaba mi padre, del empaquetado de tomates en el que trabajaban mis hermanas o en el taller en el que mi hermano arreglaba los coches.
Ha pasado tanto tiempo, la radio, y los diarios, y la televisión, traen al sitio donde estoy, en Santa Cruz de Tenerife, o donde esté en cualquier momento, todo lo que pasa en el mundo, y todo nos concierne, los asesinatos, los gritos, los insultos, lo que pasa en el mundo es ahora un torbellino que subraya, como con un lápiz de sangre, lo que le sucede a la vida, que se parece tanto a la cadencia inclemente de la muerte.
Esta mañana, cuando escuché las noticias de asesinatos y de persecuciones, de insultos y de rabia universal, y también de burla del que pierde la vida o de aquel que la ve en peligro, por la guerra o por la persistencia del mal, me pregunté hasta cuándo el mundo será de sangre y de fuego. Y hasta cuándo este tiempo será tan ruidoso, por qué no habrá otra vez, cerca de la huerta o en la azotea, el aire de una canción o el suspiro de un alivio.
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