Eurovisión versus Mundial de Catar
Lo malo es que más que medirnos por una ideología (¿una moral?) más o menos articulada, nos hemos convertido en personas que analizan el mundo como si fuera un bufet, en función de nuestros apetitos

Asistentes al festival de Eurovisión portan banderas de Israel. / MAYA LEVIN / AFP
Un sujeto, llamémoslo A, le recrimina a otro, B, que tenga estómago para ver el Mundial de Catar, sabiendo que han muerto más de 6.000 personas en las obras relacionadas con el campeonato. B se la envaina y no comenta los partidos con A, pero secretamente los ve y, tres años después, lanza el contraataque: ¿cómo puede ser, A, que no te dé vergüenza ver Eurovisión, mientras Israel comete un genocidio en Palestina? Tú cantando en el sofá y ya han muerto 20.000 niños: quedaron segundos y no detuvieron la matanza ni durante la retransmisión. Entonces, C, ni eurofán ni futbolero, se llena de razón, pero no hay nada que una más que el ataque a un tercero: A y B le echan en cara que pueda consumir de forma compulsiva ropa de multinacionales del textil que tienen a un montón de gente en régimen de esclavitud asalariada en países como Bangladés. Por suerte, aparece D, que intenta templar el debate, pero que sale escaldado: con qué autoridad hablas tú, que ya te has comprado el abono para aquel festival de música propiedad de un fondo de inversión con intereses en los asentamientos de Palestina. A E, que acaba de pedir una hamburguesa, se le habla de los excesos de la industria cárnica y a F, que no apaga nunca el aire acondicionado y que siempre manda memes hechos con IA, de los recursos hídricos que se gastan para mantener su sobrepeso y sus bromitas.
Podríamos seguir con todo el abecedario y lo único que demostraríamos sería que: 1) el mundo es un basurero, 2) las convicciones se modelan en función no de lo que nos horroriza, sino de lo que nos interesa. A, por ejemplo, piensa que el fútbol son 11 ágrafos pateando un balón, mientras que B cree que Eurovisión es una horterada casposa.
De ahí que cuando un país reacciona a la indecencia de que Israel participe en un certamen donde se dice más la palabra paz y la palabra amor que en una homilía, lo haga pidiendo transparencia en el voto popular. Al menos ese país denuncia esa asquerosidad, sí, pero que en sus peticiones se mezcle la palabra genocidio con la palabra televoto es una síntesis simbólica de un tiempo en el que preferiría no vivir. Como si en los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936 se reclamara modificar las reglas del lanzamiento de jabalina mientras se expone que a los nazis se les está yendo la manita o que en el Mundial de Argentina del 78 se exigiera transparencia en la designación de árbitros, al tiempo que se pidiera lo mismo en las desapariciones de la dictadura militar.
“Es fácil entristecerse por las tragedias de un amigo. Lo difícil es alegrarse de sus triunfos”, decía Oscar Wilde. Es fácil denunciar lo que no nos gusta, lo difícil es denunciar, o vetar, lo que nos gusta. Lo malo es que más que medirnos por una ideología (¿una moral?) más o menos articulada, nos hemos convertido en personas que analizan el mundo como si fuera un bufet, en función de nuestros apetitos. Sermoneando como monjes en determinados temas y apartando la mirada en otros. Casi preferiría que al menos no hicieran lo primero, aunque lo deseable sería que aprendiéramos a no hacer lo segundo. Es una mierda de mundo y una sociedad enferma.
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