Por las nubes
Quizás haya que erradicar la franqueza, o directamente la intimidad, para no verse ante la tentación de soltar la lengua y exponer lo que piensas mientras crees que nadie más que tu amigo te escucha
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Dos personas usan teléfonos móviles. / UPF
Llegará el día que alguien, en un exceso de relajación, tome el móvil y le ponga un mensaje a un amigo para decir algo bueno de un conocido común. Será la barbaridad definitiva, pero antes o después, en la vida nos sucede de todo. No en vano, echamos mano del teléfono cientos de veces cada veinticuatro horas, algunas simplemente para asegurarnos de que no está muerto, después de permanecer dos o tres minutos sin sonar o iluminarse. En una de esas, bajo la tranquilidad de que nadie más que el amigo nos leerá, ninguno de nosotros –por aburrimiento, por locura transitoria, por despiste, tal vez por cariño– está libre de escribir maravillas de un compañero, un jefe, un familiar, un desconocido. Sin ir más lejos, hace una semana alguien me envió un enlace a una noticia de Mazón, con el que no tengo relación, y se me escapó escribir, amablemente, «Anda, parece vivo».
Cuando todo esto pase, y nos veamos empujados a poner por las nubes a alguien, y por la razón que sea la conversación se haga pública, imagino que también se montará una gordísima. Todo resulta ya tan relativo que no queda claro qué provoca más escándalo, que escriban mal de ti, que digan que eres un payaso, una pájara, una rata, un ser despreciable, en resumen, o que, en una inesperada efervescencia, deslicen que eres un genio, una persona monísima, empática, inteligente, a la que incluso le ha salido algo de pelo últimamente. Nos hemos deslizado por tales pendientes que ya no sabemos qué no va a desencadenar el gran estruendo. Al fin y al cabo, todo nos parece mal.
Quizás haya que erradicar la franqueza, o directamente la intimidad, para no verse ante la tentación de soltar la lengua y exponer lo que piensas mientras crees que nadie más que tu amigo te escucha. A la postre, lo que entendemos por vida privada ya no se caracteriza por ser demasiado privada. Hace ya mucho que evolucionó hacia el escrutinio, la atención ajena, incluso la intromisión. Solo se necesita un micrófono abierto, un descuido, por supuesto un teléfono. Nunca se apagará el antiguo deseo de saber qué se cuece allí donde no lo llaman a uno. Los móviles revolucionaron hasta tal extremo nuestras vidas que la volvieron un poco menos nuestras y más de otros, no sabemos de quién. Yo no me atrevería a escribir cosas como «Me voy a tirar por la ventana» no vaya a ser que la final me tire y salga un juez o un agente de la UCO con una sábana a frustrar mis planes. Desapareció la última frontera, el muro que no se puede derribar y que al final mantiene tus confidencias a salvo. Ahora tus asuntos te conciernen a ti y… a quien sea. A menos que lo que pienses te limites simplemente a pensarlo, lo que a veces puede ya dar bastante miedo. Sin embargo, acertar a callarse en el momento que más ganas tienes de hablar, no deja de ser un reto un poco inhumano. No estamos hechos para eso. A qué queda reducida una vida en la que no puedes desahogar tu frustración confiándole a tu amigo que fulanito es un imbécil, incluso más que tú.
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