Opinión | León XIV
Ernest Folch

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Editor y periodista

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Por qué la Iglesia ha vuelto a ganar

La Iglesia quizás no esté en disposición de dar muchas lecciones morales, pero en cambio puede dar unas cuantas de marketing

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Da igual el papa, la Iglesia ya ha ganado. En el mundo de la información inmediata digital y masiva, ha logrado que el planeta estuviera pendiente del humo de una chimenea como si estuviéramos todavía en la Edad Media. En el mundo de las filtraciones, los rumores y las ‘fake news’, ha conseguido blindar informativamente a un centenar corto de cardenales octogenarios, ser la primera en dar en exclusiva la noticia, y sorprender además con un candidato tapado, que apenas figuraba en ninguna quiniela. En la era del despelote posmoderno, donde todo es revisable, ha preservado el relato de una liturgia ancestral, en la que desde hace siglos, sin apenas una sola innovación, se repite sin variar el mismo ritual perfectamente pautado, con la misma escenografía. En una sociedad donde todo tiene que ser nuevo, ha conseguido que fascine precisamente lo que nunca cambia, lo analógico, lo tradicional. En el Occidente que adora la democracia, la Iglesia ha podido mantenerse como una monarquía absolutísima, en la que deposita en una sola persona todo el poder de decisión. Esta espectacular y anacrónica puesta en escena tiene como única finalidad preservar el poder colosal que tiene la institución, que ha logrado el milagro de seguir influyendo sobre miles de millones de personas, sin que haga falta pasar por ninguna urna.

El Vaticano es el país más pequeño del mundo, y su población no llega ni a la ridícula cifra de mil habitantes, y sin embargo es quizás el más poderoso. Porque su fuerza no proviene ni de su economía ni mucho menos de su estructura política sino que se basa en algo tan etéreo pero tan trascendente como la moral. Cierto, la Iglesia es una multinacional de primer orden, con millones de franquicias en todo el mundo, y un descomunal ejército de soldados repartidos en los cinco continentes, pero el secreto de su ascendencia no es material sino espiritual. El inmenso poder del papa se basa esencialmente en el poder de sus palabras, ni más ni menos. En su primer discurso bastó que el nuevo papa hablara de “la paz desarmada y desarmante” para que Trump, Putin o Netanyahu, los sátrapas de la guerra, descubrieran que León XIV puede ser, como ya lo fue Francisco, su peor opositor. La Iglesia sangra hoy por la herida de la terrible pederastia que tanto ha encubierto y por su incapacidad para dar un trato igualitario a las mujeres, pero en cambio ha demostrado ser una fabulosa agencia de comunicación. En contra de todos los gurús de la modernidad, ha aplicado el principio de que cuanto más antiguo, más analógico y más tradicional, mejor. No le han hecho falta ‘reels’ ni redes sociales ni vídeos ni mucho menos entrevistas en 'prime time'. Le ha bastado potenciar su propio misterio atávico para expandir y potenciar su gran marca. La Iglesia quizás no esté en disposición de dar muchas lecciones morales, pero en cambio puede dar unas cuantas de marketing. Es tan evidente su triunfo mediático global que hasta ha logrado que durante más de una semana las astracanadas de Donald Trump hayan quedado relegadas a un segundo plano

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