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Albert Garrido

Albert Garrido

Periodista

La redención de Europa cumple 80 años

Líderes alemanes encabezan el jueves un homenaje en Berlín por el 80º aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial.

Líderes alemanes encabezan el jueves un homenaje en Berlín por el 80º aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial. / CLEMENS BILAN / EFE

Hace ochenta años, una Europa devastada por casi seis años de guerra celebró la derrota de la Alemania nazi. En aquel paisaje en ruinas se consolidó la hegemonía de Estados Unidos, pronto surgió el gran disenso en el bando aliado entre los países occidentales y la Unión Soviética que dio lugar a la guerra fría y un costoso proceso de reconstrucción alumbró un mundo nuevo con la democracia, el Estado del bienestar y la carrera nuclear y espacial entre las dos superpotencias como señales distintivas de la herencia legada al futuro por los vencedores. Nacieron la OTAN, el Pacto de Varsovia, el Mercado Común, que desembocó en la Unión Europea, y el multilateralismo imposible que se encarnó en las Naciones Unidas mediante la Carta de San Francisco. El eurocentrismo dejó de ser la referencia inmediata de cuanto sucedía en el planeta y ocuparon los debates conceptos nuevos como coexistencia pacífica, destrucción mutua asegurada, escalada, bipolaridad y muchos otros.

Los profesores Williamson Murray y Allan R. Millett definieron así, hace un cuarto de siglo, el significado para Europa del desenlace de la contienda: “La Segunda Guerra Mundial puso fin a las grandes rivalidades por el poder en Europa, a la extensión de dichas rivalidades a gran parte del mundo por medio del imperialismo y a la dominación europea del desarrollo económico y cultural del mundo”. En La guerra que había que ganar recuerdan el comentario sarcástico que se atribuye a Hastings Ismay, asesor y secretario de Winston Churchill durante la guerra: la misión de la OTAN es mantener a los norteamericanos dentro, a los rusos fuera y a los alemanes en el suelo. Como puntualizan Murray y Millett, lo que en verdad sucedió fue que, con la creación de la OTAN, se certificó un nuevo reparto de poder en el continente no exento de riesgo y en manos foráneas. Con el factor añadido de que, al contrario de la apreciación de Ismay, Alemania, como el resto de Europa, renació de sus cenizas y pasó a ser, aliada con Francia, el gran motor del proyecto que hoy conocemos como Unión Europea.

Esa europeidad de las consecuencias de la guerra no es contradictoria con la apreciación del gran historiador Tony Judt: “A diferencia de la Primera Guerra Mundial, la segunda, la guerra de Hitler, constituyó una experiencia cuasiuniversal”. Nada escapó a las consecuencias de la hecatombe; nadie fue inmune a la herencia del gran combate: del Holocausto a los bombardeos nucleares de Hiroshima y Nagasaki; de la ocupación de Europa por el régimen nazi al esfuerzo bélico de los aliados, con Estados Unidos, la Unión Soviética y el Reino Unido en primer lugar. Como ha escrito Antony Beevor, “el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial pende sobre Europa, es un punto de referencia ineludible e irresistible”.

En esa herencia siempre presente alienta un cierto espíritu redentor, de corrección de rivalidades históricas que ensangrentaron Europa, de reconocimiento final de que los países europeos, con su ingente aportación a la cultura universal, son, sin embargo, demasiado pequeños para atender a los desafíos inabarcables que plantea el futuro. El coste de la última gran conflagración europea obligó a abrazar la realidad sin reservas: la vara de medir europea se quedó corta para gestionar los asuntos mundiales; la guerra dejó exhaustos a los combatientes. “Los seres humanos nunca han conseguido construir el cielo en la tierra -escribe Timothy Garton Ash en Europa: una historia personal-, ni siquiera -o quizá sobre todo- cuando lo han intentado. En cambio, una y otra vez han construido el infiero en la tierra. Así lo hicieron los europeos en su propio continente durante la primera mitad del siglo pasado, igual que lo habían hecho en centurias anteriores en continentes ajenos. Nosotros nos lo hicimos solitos. Fue la barbarie europea, perpetrada por europeos contra europeos y a menudo en nombre de Europa. Es imposible entender lo que Europa trata de hacer desde 1945 si no somos conscientes de ese infierno”.

Las invocaciones de los padres fundadores del proyecto político europeo están impregnadas del peso de la historia. Sobrevuela en la declaración de Robert Schuman del 9 de mayo de 1950 esa conciencia nueva de que no es viable otro futuro que el de la unidad, recordada la rivalidad francoalemana como una constante histórica que debe cancelarse, como un infierno que no debe prevalecer. “Europa no se hará de golpe ni en una construcción de conjunto: se hará mediante realizaciones concretas, creando ante todo una solidaridad de hecho”, proclamó Schuman. Con ese espíritu nació la Comunidad Europea del Carbón y del Acero y ese enfoque forma parte de la cultura política europeísta, de la que entiende que el único camino transitable para que Europa no quede a merced de terceros es avanzar en compromisos concretos que neutralicen el discurso nacionalista, en el que alienta siempre la confrontación, la búsqueda de un adversario inmediato, real o imaginario.

Ese carácter redentor, reparador si se quiere, se completa con otro ingrediente: el señalamiento de los derechos humanos como un deber moral de cumplimiento impostergable. Hoy como hace veinte años sigue vigente la apreciación de Tony Judt en su monumental Postguerra: “Mientras Europa se prepara para dejar atrás la Segunda Guerra Mundial -mientras se inauguran los últimos monumentos y se homenajea a los pocos combatientes que aún sobreviven-, la memoria recuperada de los judíos europeos muertos se ha convertido en la propia definición y garantía de la restaurada humanidad del continente”. Algo que casa mal con la gestión de los flujos migratorios, progresiva e imparablemente más restrictiva, y aun con la indeterminación ante la estrategia de tierra quemada de Binyamin Netanyahu en Gaza, que atenta contra la memoria de los seis millones de muertos en los campos de exterminio al perseguir asimismo otro exterminio o aniquilación: el de los dos millones de palestinos asediados en la Franja.

Por lo demás, no escapa Europa a la fatalidad de que la reparación y reconstrucción de cualquier comunidad se asienta sobre un número indeterminado e inconmensurable de cadáveres, de víctimas inocentes y anónimas de la historia. Dijo George Steiner: “La historia es la memoria colectiva de la humanidad, y nos ayuda a comprender nuestro pasado y formar nuestro futuro”. Y así, la Europa de hoy solo se puede explicar y comprender a partir del baño de sangre que arrasó el continente hace ochenta años.