Opinión | Gárgolas
Josep Maria Fonalleras
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La chimenea del Vaticano

Los cardenales deben ser vigilantes del fuego sagrado, procurar que no se queme (metafóricamente) el Vaticano, sometido a amenazas cismáticas y crisis económicas, y hacer que despegue un humo blanco

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Los bomberos instalan la chimenea de la Capilla Sixtina de cara al Cónclave

Vatican Media

En la Conferencia de Potsdam, discutiendo con Churchill sobre Polonia, Stalin pronunció una de sus frases más famosas. “Por cierto”, dijo, ufano, mientras se acariciaba el mostacho, “¿cuántas divisiones dijo usted que tenía el papa?”. Ciertamente, no había ninguna en el Vaticano: ni tanques, ni regimientos. Como mucho, un centenar escaso de guardias suizos, acicalados a la manera de Rafael. Eso sí, en aquella época, hace ochenta años, en el Vaticano también había bomberos. Y todavía los hay. Tampoco podemos hablar de divisiones, por supuesto, aunque durante los momentos convulsos de los Estados Pontificios y a lo largo de la II Guerra Mundial, ejercieron, de hecho, como guardia pretoriana. Ahora, los bomberos vaticanos tienen tres o cuatro vehículos, varios extintores, unas cuantas mangueras y para de contar. Son una treintena y, a diferencia de la Guardia Suiza, no es necesario que sean suizos, pero sí católicos y solteros, con una “sana e robusta costituzione psicofísica”. Se llaman, como los colegas italianos, Corpo dei Vigili del Fuoco (en su caso, Dello Stato della Città del Vaticano), que es una manera bastante simpática de describir a los bomberos, impuesta por Mussolini en 1938, haciendo referencia a la Militia Vigilum de César Augusto. Vigilantes del Fuego. El patrón de los bomberos vaticanos es san León IV, que tuvo la delicadeza de intervenir ante el Altísimo, en el siglo IX, para apagar el fuego que estaba destruyendo el Borgo, el barrio de lo que ahora conocemos como Vaticano y entornos. De este famoso incendio, que se detuvo de repente tras la bendición con la señal de la cruz impartida por el papa, hace memoria un cuadro magnífico, que se puede contemplar en las estancias de Rafael en el Vaticano. Describe el fuego y la intercesión del Pontífice y, en primer plano, se ve como Eneas huye de Troya (también en llamas) con Anquises, su padre, a hombros. Es un guiño al mítico antecedente troyano de Roma.

El cuerpo de vigilantes del fuego ha sido el encargado de colocar la chimenea en el tejado de la Capilla Sixtina. Y no solo eso, claro, sino toda la estructura de tubos que va desde el hogar donde se queman los boletos de las votaciones, en un lateral de la sala (frente a la parte frontal con la creación de Adán) hasta el exterior. De hecho, esta es la tarea más excepcional y visible de los bomberos católicos. Y la más delicada, no sea que la combustión de papel con cartuchos de clorato de potasio, lactosa y colofonia provocara un nuevo incendio del Borgo.

Los cardenales, por su parte, tienen entre manos, desde este miércoles, otra de las tareas excepcionales. Ser vigilantes del fuego sagrado, procurar que no se queme (metafóricamente) el Vaticano, sometido a amenazas cismáticas y crisis económicas, y hacer que despegue un humo blanco, evanescente y etéreo, que sea a la vez sólido y permanente. Por ahora, sin embargo, la única evidencia sólida, la única señal permanente del cónclave es esta frágil, inestable chimenea, agarrada al techo de tejas de la cubierta con un tirante colocado por el Corpo dei Vigili del Fuoco.

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