Opinión | Religión
Andreu Claret

Andreu Claret

Periodista y escritor. Miembro del Comité editorial de EL PERIÓDICO

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El Anticristo a las puertas del Vaticano

Nada es casual en las referencias apocalípticas de Donald Trump. Tiene razón mi amiga: mejor no tomárselas a broma

Trump se disfraza de Papa en su propia red social

Imatge de Trump vestit de papa feta amb intel·ligència artificial i compartida pel mateix president dels EUA a la seva xarxa social.  | TRUTH DONALD TRUMP

Imatge de Trump vestit de papa feta amb intel·ligència artificial i compartida pel mateix president dels EUA a la seva xarxa social. | TRUTH DONALD TRUMP

Cuando vi que Donald Trump se exhibía disfrazado de Papa mandé la imagen a una amiga de profundas convicciones católicas. No le gustó la broma, y me remitió el video del presidente durante el funeral del Papa con una anotación: “Tiene la mirada del Anticristo”. La del antagonista de Cristo, un ser malvado llamado a aparecer antes de la segunda venida del hijo de Dios, para seducir a los cristianos y apartarlos de su fe. De entrada, me pareció una exageración, a la altura de la provocación trumpiana. Luego, me puse en la piel y en el alma del creyente que no soy, y comprendí mejor la irritación de muchos de los 1.400 millones de cristianos que habitan el planeta. ¿Y si tuviera razón mi amiga? Si Trump fuera la personificación del mal que atormenta a los seguidores de la Biblia. No pocos cristianos creen oír el relincho de los caballos del apocalipsis cuando observan las guerras, las hambrunas, las epidemias y las conquistas que asolan el mundo.

Puede que, desde latitudes descreídas como la nuestra, las referencias al último libro del Testamento sean forzadas. No lo son tanto en Estados Unidos, donde uno de cada cinco ciudadanos pertenece a una iglesia evangélica. Poco antes del primer mandato de Trump, un estudioso de la Biblia ya identificó sus llamadas al odio, la misoginia y el fanatismo con la retórica del Anticristo. El libro tuvo éxito, pero Trump ganó las elecciones, y volvió a ganarlas en 2024, tras una campaña en la que les dijo a sus seguidores, en un tono admonitorio: “Soy cristiano y os quiero. Votad y, dentro de cuatro años ya no tendréis que volver a votar porqué lo habremos arreglado todo” (West Palm, 26 de julio de 2024).

Nada es casual en las referencias apocalípticas de Donald Trump. Tiene razón mi amiga: mejor no tomárselas a broma. Su mesianismo no tiene límites. Cuando anuncia una lucha final entre el bien y el mal, está citando la batalla escatológica que libran Gog y Magog, en Armagedón. Cuando asegura que Dios le salvó la vida al desviar la bala que le rozó la oreja, está apelando a una condición de ser providencial que entronca con la religiosidad de muchos norteamericanos. Si se trata de convicciones o de un relato instrumental tomado prestado de su primer mentor, Steve Bannon, tiene poca importancia. Lo relevante es que se lo acabó creyendo al recibir casi 77 millones de votos. Cualquier asesor tradicional le hubiese recomendado no publicar la foto ni postularse, medio en broma, como sucesor del Papa Francisco, pero Trump juega a no ser de este mundo. El asesor podría incluso advertirle del efecto bumerang que tiene violentar tradiciones establecidas por la Iglesia a través de los siglos. Trump lo fulminaría, por qué él no es un conservador al uso. Es un revolucionario, o un contrarrevolucionario, como ustedes quieran. Un hombre por encima de la ley, incluso la de Dios, que se pregunta ¿cómo es posible que no le dejen entrar en la Capilla Sixtina donde emularía al Rey David luciendo su hermosa cabellera rubicunda? (Samuel 16:12).

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