Opinión | Marc@ Royo

Economista y publicista

Marta Royo Espinet
Marta Royo EspinetEconomista y publicista
Un llamamiento para una muerte digna
La administración pública debe asumir que hablar de la muerte digna no debilita a la sociedad. Al contrario: la fortalece. Porque romper el silencio es también un acto de salud democrática. Y porque, en el fondo, dignificar la muerte es otra manera —quizás la más honesta— de dignificar la vida

19 personas piden que se les aplique la eutanasia en la Comunidad en el primer año de vigencia de la ley / EL PERIÓDICO
Hoy es 5 de mayo. Y Gabriel ya no está. Gabriel es una de las tantas personas que ha decidido poner fin a su vida a causa de una enfermedad terminal. El 29 de abril se marchó en paz, en un proceso de eutanasia legalmente reconocido en España desde marzo de 2021. Un derecho. Un acto de dignidad. Un último gesto de amor hacia sí mismo y hacia los suyos.
Días antes, su hija, Anna Aranda, psiquiatra, compartía su historia en la Cadena Ser con una serenidad extrema. Explicaba cómo hacía un año que su padre ya no era él. El cuerpo resistía, pero la esencia, el Gabriel de siempre, aquel que amaba caminar, reír y pensar con lucidez, ya no estaba. "Hace un año que mi padre ha dejado de ser mi padre", decía Anna. Y, sin embargo, ha sido ahora, en este final pactado, amoroso y consciente, que Gabriel ha podido marcharse siendo quien era.
La eutanasia no es sólo un derecho legal. Debería ser un acto de amor.
Lo sé por experiencia. Mis padres, ambos, murieron de cáncer. Con un final desgarrador para los dos. Entonces, la ley todavía no existía. Los últimos meses fueron inhumanos, tanto física como emocionalmente. Duros, durísimos. Los oncólogos, cuando nos dijeron que empezarían con la morfina, lo hicieron con ese tono gélido que no admite ninguna respuesta. Empezar con la morfina, en ese momento, yo no sabía lo que significaba. Ahora ya lo sé. Morfina significa el principio del final, el principio de un nuevo precipicio. Un final que vimos y vivimos, que sufrimos y que, con el tiempo, estoy convencida de que podría haber sido diferente. Más digno. Más humano. Más "fácil" tanto por ellos como por nosotros.
Ya hace cinco años que mi madre nos dejó, y hará catorce que murió mi padre. Hasta ahora, no me había permitido volver a mirar de frente este dolor. Ha sido gracias a Anna, y a su historia, que he encontrado el coraje de hacerlo. De escribir estas líneas. Todavía hoy, la muerte sigue rodeada de desconocimiento, de miedo, de silencios que pesan demasiado. Y no debería ser sólo gracias al esfuerzo admirable de entidades como la Fundación Metta o la Asociación por el Derecho a Morir Dignamente, o a la fuerza de testigos personales como el de Anna, que podemos empezar a hablar de estos duelos en vida. Anna ha sabido poner palabras a un dolor que muchos hemos vivido en silencio y, a menudo, solos. Y eso, sólo eso, ya es una luz.
La muerte digna debe ser una responsabilidad compartida. Y la administración tiene que liderarla.
Necesitamos una política pública valiente, que ponga luz allí donde todavía hay sombras. Que ofrezca información clara, acompañamiento emocional, recursos accesibles y formación a los profesionales sanitarios. Que ayude a las familias, que no las deje solas en el proceso. Que hable de la muerte sin tabúes, porque sólo desde la palabra y la presencia se puede empezar a curar el duelo.
Sensibilizar no es adoctrinar. Es poner en el centro la libertad, la responsabilidad y el amor. Y hay que hacerlo también desde la mirada institucional. Con una comunicación institucional valiente, empática y clara. No se trata de convencer a nadie de nada, al contrario, se trata de ofrecer la información y los recursos para que todo el mundo pueda decidir libremente. De hablar del derecho a morir con la misma naturalidad con que hablamos del derecho a vivir dignamente.
Hacen falta campañas de sensibilización y concienciación que no rehúyan la palabra "muerte", que no disfracen el dolor ni el amor que hay detrás de una decisión así. Hay que poner voz a las historias, dar espacio a los testigos como el de Anna, explicar qué dice la ley, cómo se tramita, quién acompaña. Y hacer todo esto con un lenguaje comprensible, sin eufemismos, y a la vez con una profunda sensibilidad.
La administración pública debe asumir que hablar de la muerte digna no debilita a la sociedad. Al contrario: la fortalece. Porqué romper el silencio es también un acto de salud democrática. Y porque, en el fondo, dignificar la muerte es otra manera —quizás la más honesta— de dignificar la vida.
Acabo este artículo con lágrimas en los ojos. Hoy, Gabriel ya no está. Pero su historia puede ayudar a transformar muchas otras. Y Anna, su hija, también. Porque sólo desde la ternura, el amor y la claridad se puede hablar de este tema con una valiente verdad.
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