Opinión | Viaje
Miqui Otero

Miqui Otero

Escritor

Por qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Apagón a 120 kilómetros por hora

Uno pasará a la historia por lo mejor que ha hecho en su vida

La presidenta de Red Eléctrica apunta a las eléctricas por el apagón y descarta dimitir porque en su red "nada falló"

La eólica ya ha desbancado al gas natural en el ránking

La eólica ya ha desbancado al gas natural en el ránking / Pexels

Acercaos al fuego y dejad que os cuente la historia del Gran Apagón: arranca con unos gigantes y acaba con una llamada divina.

En realidad no son gigantes, sino molinos, pero sí es una cruz luminosa la que me anuncia la salvación. Tiene esta odisea algo del 'Quijote' y mucho de 'Nuestra parte de la noche', de Mariana Enríquez. Prestad oídos.

El 28 de abril de 2025 atravieso el país en coche rumbo a la aldea zamorana de mi pareja. Un lunes anodino para un viaje sin sobresaltos. Hacia las 11.45 escucho en la radio que El Último de la Fila vuelven a los escenarios. Decido que el día pasará a la historia por esta noticia, mientras tarareo 'A veces se enciende'una de sus canciones.

Avanzamos a 120 por la enorme colcha de retales de colores que son estos campos parcelados. Pienso en Cervantes cuando veo los molinos eólicos, aunque tardo en percatarme de que, pese a que algunos árboles cabecean por el viento, las hélices no giran. “Dice Andrés en el chat que se ha ido la luz”, me comunica mi pareja. Es curioso que una periodista adicta a las alertas informativas del móvil se entere de la caída energética total a través del portero de nuestro edificio (aunque todo conserje de finca es un potencial Pulitzer).

Subimos el volumen. “Eviten el coche”, escucho, mientras piso el acelerador. La periodista de RNE parece afearme el gesto: “No circulen si no es por causa de fuerza mayor”. Voy con mis niños, mi pareja y mi suegra en un coche con el depósito medio lleno. Paro en una estación de servicio. “Te puedo vender un sándwich. O Filipinos. Pero gasolina imposible”, me dice el empleado (su chaleco reflectante flota como un ectoplasma en la penumbra de la garita).

El Toyota arrostra el tramo de La Rioja con un optimismo histérico, que se contradice con el gráfico del combustible. Acelero y pierdo otra barra. Estoy a una de entrar en reserva cuando empiezo a pensar en el futuro de mi familia. No en sus estudios universitarios, sino en el inminente: nos veo tirados en el arcén lamiendo un envase de Filipinos para subsistir hasta que se haga la luz. Ahora los teléfonos no funcionan, así que no podríamos llamar al seguro. Recuerdo la feliz idea de “ir al pueblo a desconectar”.

Hacemos cálculos con un boli en la Guía Campsa 1993. No llegamos. Dos barras. No nos alcanza la gasolina. En reserva. Y no van los datáfonos. Mi suegra me muestra un sobre con billetes y suelta: “Soy el banco de España”. ¡Vamos, equipo! Habrá que parar a dormir. Avanzamos a 130, haciéndole la raya al medio al futuro rubio de los trigales castellanos, mientras miro a los lados: hostales de carretera. Respiro aliviado. Cuando reduzco para gastar menos gasolina, descifro el rojo de los letreros y escucho a mi suegra decir: “Creo que son de 'señoritas'”. Me veo entrando en un club de alterne con dos niños de 4 y 7 años, mi pareja y mi suegra: “Buenas noches, 'madame': ¿la suite familiar? A los niños les divertiría la cama de agua con espejo en el techo. Sí, dos colacaos y un wisky”.

Así que la única esperanza es llegar a Toro, a 60 kilómetros del destino. Entramos con una única barra de combustible, a 15 por hora. Aparco y voy a pie a la gasolinera. “Puede que vuelva en dos horas… o en tres días. Ha sido Putin”, me informa el empleado. “¿Venden Filipinos?”, le digo.

Uno pasará a la historia por lo mejor que ha hecho en su vida. Hasta ahora mi mayor acto de heroísmo había sido salir a por pollo 'al ast 'cierto domingo de resaca, así que ha llegado el momento: propongo a mi familia que sigan ellos en taxi hasta la aldea. Yo me quedaré en Toro, buscaré una cama y mañana, con el flujo eléctrico restablecido, llevaré el coche. Vaciamos el maletero y aguardamos en una esquina de la vega del Duero como emigrantes en un muelle irlandés de 1849. He localizado una pensión, pero me han dicho que cierran a las ocho. El taxi no llega. Son las 20.30. Y 45. El taxi llega.

Deambulo por el pueblo y descubro un bar llamado 'El último de la fila'. A veces se enciende. Está cerrado. A veces se apaga. Desde las persianas bajadas de los comercios, los vecinos me miran. ¿Y qué ven? Ven esto: 750 kilómetros, chándal con lamparones, bolsa de plástico (mi kit de supervivencia: un tubo de Filipinos, dos mandarinas y la novela 'Skippy muere', de 800 páginas). Me siento en un banco. Recibo un wasap de un colega. Le contesto con un poema que invento al vuelo: “Oh, Castilla / Aquí haces un vídeo / y parece una puta foto / Nada se mueve / Tú tampoco te mueves / porque no puedes poner gasolina / Dame más gasolina”. Entonces quiero gritarle al cielo mi derrota y ahí encuentro la respuesta divina. Una cruz. Luminosa. ¿Debería hacerme monje? La luz ha vuelto al letrero de la farmacia de Toro, aunque cuando corro a la gasolinera me dicen que aún no bombean. Da igual: localizo ese bar-pensión, Pirata Street Food, que gracias a la electricidad recobrada no ha cerrado a las ocho. Pido la hamburguesa pirata y la habitación 201. Me duermo con Pedro Sánchez citando indirectamente a Sócrates en la tele: olo sabe que no sabe nada.

Al día siguiente, todos saben todo: en el bar, tres lugareños despotrican contra las renovables. “Han tenido la culpa las placas solares”, dice uno. “¿Sabes que los molinos eólicos son la mayor causa de mortalidad entre los murciélagos?”, aporta otro. “No. Sóolo sé que no sé nada”, digo yo. Pago el café y me dirijo al coche. Pongo primero gasolina y luego una canción: “A veces se enciende, a veces se apaga”.

Suscríbete para seguir leyendo